Centro Social Almeda de Cornellà
"Para una mejor comprensión del fenómeno deberíamos remontarnos a la
segunda oleada migratoria que se produjo mediada la década de los
cincuenta y se prolongó hasta finales de los sesenta del siglo pasado.
Aquella migración no llegó en pateras y sí lo hizo en destartalados
trenes que llegaban atestados procedentes de la España profunda y que
pronto el pueblo llano, con su indefinible piedra filosofal, bautizó con
los nombres de “El Sevillano”, procedente de Andalucía y “El
Shanghai”, que hacía su recorrido desde el Noroeste del país.
Era todo
un espectáculo darse una vuelta por los andenes de la estación de
Francia para ver llegar aquella avalancha de gente desesperada, con sus
maletas de cartón y sus fardos atados con cuerdas, huyendo del
caciquismo, de la explotación humillante a los que las tenían sometidos
la oligarquía franquista, indiferente a su hambre y su miseria.
Los modernos y tan denostados CIES, no son un invento reciente, ni
mucho menos. Ante aquella oleada masiva de gente con un futuro
incierto, los jerifaltes de la capital catalana reaccionaron y
desplegaron su policía en las estaciones y, todo aquel que no
justificara un domicilio donde acogerse, se les trasladaba sin
contemplaciones a los pabellones de la Fira en Montjuic y, si nadie se
interesaba por ellos, al día siguiente los enviaban de vuelta a su lugar
de origen.
Así nació un despliegue de barraquismo que tiene su propia
historia. Pero no quisiera desviarme del objetivo principal de este
artículo.
El destino de aquella inmigración era, en su mayoría, el cinturón
barcelonés, y sus núcleos de población que crecían sin control alguno y
donde un urbanismo racional, planificado y medianamente ordenado era
una utopía y el Baix Llobregat se convirtió en un auténtico caos.
Centrándonos en Cornellà, los “nouvinguts” se encontraban con cuatro
núcleos de población dispersos: el barri Centre con epicentro en la
calle Rubió i Ors y adyacentes alrededor de la Iglesia de Santa María,
el barri Pedró y la Gavarra con sus casitas de planta baja que según
cuentan constituían las antiguas residencias de una clase media
capitalina con el señuelo de “la caseta i l’hortet” y el barrio de
Almeda donde se ubicaba la zona industrial.
Lo demás un inmenso erial
donde sobrevivían unos cuantos algarrobos desvencijados que poco a poco
fueron dando su último alarido vencidos por el asfalto que avanzaba
implacable. Para los más jóvenes, aclararemos que la avenida del Parque
era una torrentera, la hoy espléndida plaza de Catalunya un descampado
inhóspito y que la flamante avenida de Salvador Allende no existía ni en
el mejor de los sueños y los que encontramos acomodo en los pisos de
Linda Vista, nos veíamos obligados a pisar barro en caso de lluvia y
aspirar polvo en tiempos de sequía si queríamos desplazarnos “abajo al
pueblo”, atravesando la eterna frontera que significaba el lúgubre
puente bajo la vía férrea y sufrir los pestilentes efluvios del “regato
indecoroso”, según versión de la mítica revista El Pensamiento, en referencia al canal de la Infanta que circulaba a cielo abierto.
Esta era, a grandes rasgos, el remedo de ciudad que se encontró aquella
imparable riada migratoria que respondía el “efecto llamada” y cuyo
primer objetivo fue encontrar un techo donde cobijarse, acogiéndose en
casa de familiares o “paisanos” o invirtiendo hasta la última peseta de
sus menguados ahorros en dar la “paga y señal” de un piso.
Para ello ya
los estaban esperando la familia Gelabert dueños absolutos de solares y
de aquel inmenso erial, con don Eduardo al frente, promotora de “Linda
Vista, S.A.” y, sobre todo la pomposa “Construcciones Españolas” que,
en los campos yermos paralelos a la carretera de Esplugues había
iniciado la construcción de una denominada “Ciudad Satélite”,
monstruosos bloques que se fueron ocupando en un abrir y cerrar de ojos,
a los que siguieron constructores y especuladores sin demasiados
escrúpulos a los que sólo interesaba el negocio inmenso que aquel flujo
inmigrante suponía.
Se construyó a destajo y se olvidaron olímpicamente
de los servicios más elementales: calles sin asfaltar, mal iluminadas,
red de cloacas, mercados y, sobre todo colegios para los niños. En 1964,
estadística en mano, se calculaban unos 6.000 niños sin escolarizar en
el conjunto de aquel Cornellà en construcción.
Por aquel entonces
llegaron a la mal llamada “Ciudad Satélite” unos maestros, los Plaza,
Moliner y Bonet que levantaron con sus propios esfuerzos el primer
colegio al que denominaron “San Ildefonso”, en homenaje a la Iglesia de
la misma advocación promovida por el misionero Viñamata, recientemente
renovado y puesto de nuevo en marcha con el nombre pensado en un
principio, el del pedagogo Alexander Galí.
Al objetivo de encontrar techo donde cobijarse, se añadía el más
perentorio de conseguir un trabajo digno que se encontraba con relativa
facilidad pues la construcción desenfrenada y todo lo que acarrea así lo
permitía con el aliciente que el Régimen franquista había decidido
instalar la SEAT en la Zona Franca y se complementaban dos ejes
principales: una industria de automóviles y la construcción.
Poco a
poco aquella inmigración heroica, fue asentándose y no tardó en darse
cuenta de que, en efecto, habían encontrado techo y trabajo más o menos
digno, pero carecían de organizaciones que permitieran luchar contra
aquel desastre urbanístico al que los habían marginado.
Siguiendo el
ejemplo de las juntas de co-propietarios de cada finca, más pronto que
tarde se dieron cuenta que lo podían aplicar a crear un movimiento
vecinal, colectivos de personas con sus mismos problemas, déficits y
carencias, convocando puerta a puerta reuniones para comentar, hablar y
decidir que hacer para poner en movimiento un Ayuntamiento que les había
dado la espalda, ajeno a todo lo que se le había venido encima y un
alcalde y sus concejales que sólo se hacían visibles llevando los
pendones en la procesión del Corpus.
Del prólogo del libro Hasta aquí hemos llegado, publicado por las Asociaciones de Vecinos de Cornellà de Llobregat, me permito copiar este párrafo impagable: “La
situación política y las malas condiciones en que se encontraban los
barrios fue un excelente caldo de cultivo para sembrar la semilla de la
unión y la causa común”.
Y el gigante despertó, buscó apoyos y los
encontró en un movimiento vecinal sin precedentes que nació en los
albores de la década de los setenta con el dictador ya vacilante y sus
problemas de tromboflebitis y parkinson haciéndose evidentes. Pero había
que ir con tiento a sus últimos coletazos que aún le dieron tiempo de
firmar cinco sentencias de muerte mientras desayunaba.
Así nacieron
asociaciones de vecinos que, decididamente, emprendieron una lucha sin
cuartel y sin posible vuelta atrás. Reuniones donde se tomaban
decisiones arriesgadas, manifestaciones que llenaban las calles de
gritos de protesta contra situaciones insostenibles, pancartas en
balcones y ventanas, apoyos sin fisuras a los movimientos sindicales y
obreros en situaciones límites, huelgas por cualquier causa que se
considerara injusta.
Consecuencia de su atávica imprevisión o, porque ya
se presentía la agonía del Régimen, los jerifaltes de la época, muy a
su pesar, fueron reaccionando y Cornellà experimentando una
transformación tímida pero sostenida: se asfaltaron calles donde antes
eran barrizales, iluminaciones adecuadas, se inauguraron colegios y
finalizando el año 1970 se inauguraba el flamante mercado de San
Ildefonso una de las reivindicaciones por las que se luchó sin tregua.
El asociacionismo responsable, seguía ganando batallas hasta incrustarse
en el ADN de la ciudad. Todo resultaba no poder llevarse a término sin
su impulso incansable.
En esto que llegó la democracia y aunque pueda parecer paradójico,
el acontecimiento hizo tambalear los cimientos de las asociaciones
porque muchos de sus dirigentes avezados en la lucha y el dominio de
masas, con la inestimable ayuda del movimiento vecinal, fueron aupados a
cargos municipales, incluso alcaldes y muchos de ellos untaron el
trasero de sus pantalones con cola de impacto para que no les movieran
de sus poltronas y en su fuero interno llegaron a creer que las
asociaciones ya no eran necesarias.
Grave error, pese que gracias a su
gestión las ciudades del cinturón rojo han experimentado un cambio
espectacular, las asociaciones no han bajado la guardia y han continuado
en su lucha consiguiendo la inauguración de tres estaciones de metro,
la puesta en marcha del Trambaix y otras utopías inimaginables en los
tiempos de plomo franquista.
He pasado una tarde hablando del tema con la presidenta de la
Confederación de Vecinos de Cornellá, Pura Velarde, un auténtico
baluarte del movimiento vecinal en Cornellá y con un deje de tristeza,
no exento de coraje, me manifiesta “que después de cinco años,
comprobando la deriva de algunos dirigentes, contagiados por la “erótica
del poder”, en Cornellà se organiza con otras asociaciones de la
comarca del Baix Llobregat y con la Coordinadora de Barcelona, la 3ª
Asamblea de Catalunya, donde se saca como proyecto fundamental la
constitución de la Confederación de Asociaciones de Vecinos de
Catalunya.
A partir de ese momento, se entra en un proceso nuevo de
mayor estructura y con el convencimiento de la necesidad de mantener los
orígenes, pero siempre con nuevas orientaciones en el trabajo de
futuro”.
Hablar con Pura Velarde es contagiarse de su entusiasmo y no me resisto a reproducir parte de sus respuestas: “Parece
que existe un interés, desde fuera claro, en definir nuestra forma de
actuar sin saber que nosotros, a través de nuestros encuentros
asamblearios ya tenemos definidas nuestras actuaciones: organizar y
reivindicar las mejoras de las condiciones de vida, especialmente de las
capas populares de nuestros barrios.
Hay que reconocer que muchas veces
vamos contracorriente, pero también sabemos, gracias a nuestra
experiencia, de que para dialogar y consensuar hace falta la presión. Un
ejemplo claro, lo tienes en el funcionamiento de la Botiga Solidaria en
la que tantos problemas de primera necesidad se resuelven”.
Con una mirada de convencimiento, remacha el clavo diciendo: “Actualmente,
los ciudadanos padecemos grandes dificultades a la hora de defender
nuestros derechos, incluso de subsistir, sobre todo a nivel individual.
De ahí nace la necesidad de buscar mecanismos de defensa colectivos y
legales que acerquen la gestión administrativa al ciudadano, aunque en
esto hemos de reconocer que se está cambiando, y a ello, nosotros
también hemos contribuido.
Todos los programas municipales tienen un
gran apartado teórico sobre las organizaciones populares, una de las
propuestas más llamativas en cuanto a los que a ellas concierne, pero
todavía quedan pendientes aspectos muy importantes que han de ser
recogidos por la Ley. Así lo demuestra la nueva Ley del Asociacionismo,
aprobadaen el Parlament de Catalunya, que no recoge ninguna de las
propuestas de nuestras asociaciones y donde se observa, de forma
curiosa, que en ningún apartado habla de las asociaciones de vecinos,
¿por qué será?
La respuesta, apreciada Pura, es porque seguís siendo una “mosca
cojonera” contraria a su idilio con el poder. Pero creo que es válido
este repaso a la historia del asociacionismo, recordar nuestro pasado,
de adonde venimos, para entender el presente." (Gonçal Évole, 11/01/16)
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