"En el libro Conversaciones con Picasso, el gran fotógrafo
Brassaï relata una anécdota, ocurrida en el diciembre de 1946, que
resulta interesante recordar ahora que los medios de comunicación, a
raíz de recientes subastas con precios exorbitantes, han insistido, una
vez más, en identificar el valor del arte con lo que vale una obra de
arte en el mercado.
Es una historia, bien conocida por muchos, que se
desarrolla en el París recién liberado. Picasso recibe al importante
marchante neoyorkino Samuel Kootz, el cual tiene la pretensión de
organizar una exposición picassiana en su ciudad, en presencia de
Sabartés y de Brassaï, quien está fotografiando esculturas del artista
malagueño.
Kootz, ávido por ver y comprar obras de este, recorre el gran
estudio de la calle Grands Augustins para examinar la última
producción. Ha llegado a París con enormes expectativas: “I want to see Picasso! Now! Now! I am in a hurry!”.
Recorre el espacio a grandes zancadas. Observa mucho, compra menos de
lo esperado, se decepciona más de lo previsible. Él, que habla de
Robert Motherwell, William Baziotes, Carl Holty o Adolph Gottlieb como
de su “cuadra”, encuentra demasiado figurativo el estilo de Picasso.
A
este le repite que sus obras son formidables; sin embargo, se vuelve
hacia Brassaï y le dice: “I don’t like them very much, they are not abstract enough!”.
Jean Cocteau, siempre cáustico, resume bien esta visión: “¡Los pobres
chiquillos de Nueva York! Reciben una azotaina si se atreven a dibujar
algo reconocible. Los educan para lo abstracto desde la cuna”. Samuel
Kootz tiene claro que esta será la tendencia del futuro. La pintura será
abstracta, o no será.
Parece que Picasso quedó verdaderamente afectado por lo sucedido,
pero, en efecto, fue Kootz quien tuvo razón, si exceptuamos el
tangencial reinado de los Andy Warhol, y si tener razón significa tener
“éxito”, sobre todo comercial, aunque también académico.
No obstante,
¿cómo podemos juzgar el relato de Brassaï desde la perspectiva actual,
setenta años después? Podemos darle la razón a Kootz mientras,
simultáneamente, podemos comprender la radical sinrazón que su postura
—e impostura— anunciaba.
Vaya por delante que defiendo sin reservas el gran abstraccionismo
del siglo XX, el que se enraiza en Kasimir Malevich, Vassily Kandinsky o
Mark Rothko. Lo considero una revolución espiritual que se engarza con
las grandes revoluciones espirituales de la historia del arte,
equiparable incluso al gran viraje lingüístico del Renacimiento.
Lo
mismo me ocurre, en música, con las propuestas de un Arnold Schönberg y
un Alban Berg, o, en literatura, con James Joyce y Samuel Beckett, o, en
arquitectura, con Adolf Loos y el esfuerzo de la Bauhaus.
En todos estos caminos dispares late un esencialismo catártico que
limpia el arte de sus excesivas retóricas, sean estas historicistas,
sean alegóricas u ornamentales. La desfiguración del arte fue, y es,
necesaria contra el excesivo peso de una figuración abigarrada y, a
menudo, huera. Sin embargo, la frontera peligrosa de la desfiguración
permanente del arte ha sido la deshumanización de este, horizonte que
Ortega y Gasset ya advirtió en parte pero al que, por razones
cronológicas evidentes, no pudo asistir.
No obstante, setenta años después del encuentro entre Picasso y el
marchante Kootz, nosotros sí podemos tener una idea del peligro de
traspasar aquella frontera de la desfiguración permanente del arte. La
hegemonía de los manierismos vanguardistas en la segunda mitad del siglo
XX ha tenido consecuencias bien patentes en el momento de confundir lo
que es el arte con lo que vale en la feria de las vanidades y de las
codicias.
Pero me parece que esto es menos importante que el
desconcierto provocado a la hora de calibrar la relación entre lo que
consideramos la condición humana y lo que llamamos arte. Si entre estos
dos términos no hay relación alguna, entonces, ¡bienvenida la confusión
que sustituye la esencia por el valor, y que identifica el valor con la
transacción! No obstante, si, por el contrario, se comparte la creencia
de que el arte es una forma de mediación —con múltiples máscaras, eso
sí— entre el ser humano y sus enigmas, el ángulo de enfoque tiene que
ser, a la fuerza, otro.
Como los —por llamarlos de alguna manera— esencialismos musicales,
literarios o arquitectónicos, los abstraccionismos pictóricos fueron, en
su origen, un extraordinario viaje al corazón del enigma del hombre y
una exploración de todas sus metamorfosis. Baste un ejemplo que, a mí,
me sirve para todos los lenguajes artísticos.
Cuando Kasimir Malevich
pinta el Círculo negro sobre blanco lleva, probablemente sin saberlo, a la práctica lo que reclamaba Leonardo da Vinci en el Tratado de pintura:
la intuición pintada de un punto que contiene todas las formas de la
existencia. Y en el punto, en efecto, están todas las posibilidades de
la existencia. Incluso podríamos decir: todas las existencias.
El Big
Bang que genera los universos. Esta era la revolución espiritual del
abstraccionismo. La búsqueda de la figuración total. Como Leonardo y
Malevich, desde el punto, querían llegar a la plenitud de los mundos.
Estas son, asimismo, la raíz y la dinámica vanguardistas en las que
se desarrolla el proceso de la abstracción. El arte no está guiado por
un formalismo vacío o por un esteticismo ajeno a las conmociones de la
conciencia sino por la necesidad de indagar en los fondos del sentir
humano.
Así, manifiestamente, lo expresa uno de los más exigentes textos
que jamás se hayan escrito sobre la cuestión, Lo espiritual en el arte,
de Vassily Kandinsky, una meditación y también un ensayo en los que el
artista ruso se interroga sobre la gran paradoja del arte en general,
hacer expresable lo inexpresable, y de la pintura en particular, volver
visible lo invisible.
No obstante, el manierismo retórico anunciado, voluntaria o
involuntariamente por Kootz, condujo al arte en la dirección contraria.
Las obras de este arte eran idóneas para especular en las aulas o para
ser colgadas en el dédalo interminable de los museos de arte
contemporáneo pero poco aptas, por inanes, para mantener viva la tensión
entre el hombre y su enigma.
Por eso, tras los maestros —Mark Rothko,
Willem de Kooning, Jackson Pollock—, el siglo XX finalizó con la más
nutrida pléyade de epígonos que pueda concebirse. Frente a ellos es
necesario, por tanto, en el XXI, volver a contaminar al arte del enigma
humano. O, si se quiere, más sencillamente, reintroducir al hombre en el
arte.
Evidentemente sería igualmente una impostura proclamar que la pintura
del futuro será figurativa, o no será. El arte no tiene que ser ni
figurativo ni abstracto, sino reconocible. O mejor: el hombre tiene que
reconocerse en él, aunque sea a través de ese punto de fuga misterioso
en el que se contienen todas las existencias." (Rafael Argullol, El País, 12/03/16)
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