"El juicio, celebrado en 1980, duró setenta horas, en
tensas sesiones de mañana y tarde. Jóvenes con camisas azules,
pantalones grises, correajes con el yugo y las flechas y guantes de piel negra jaleaban a
los acusados de la matanza en el despacho de los abogados laboralistas
de Atocha e insultaba a los muertos llamándoles perros comunistas.
Los
asesinos eran gente modélica que mató porque les dolía España. Un padre
de familia ejemplar, un joven con sólida vida religiosa, otro joven al que su alto sentido ético del deber le llevó al servicio de seguridad de Blas Piñar…
En
la sala cargada de tensión cerrabas los ojos y revivías una dramática
kermés heroica en versión retro. No hubo una sola palabra de
arrepentimiento de los procesados. Si hubo en todos ellos y en los que
les jaleaban mucha chulería fascista. Lo sé porque yo estaba allí.
Los asesinos
Tres hombres jóvenes se están despidiendo en plena calle
en las cercanías de la plaza de España. Se llaman José Fernández Cerrá,
de treinta y un años, Carlos García Juliá, de veintiuno, y Fernando
Lerdo de Tejada, de veintitrés. Van armados con pistolas y se despiden
con pocas palabras.
Los tres están conmocionados por lo que acaban de
hacer. Se despiden simplemente con una tímida pregunta de Lerdo a los
otros: «¿Qué habéis hecho?», y se marchan a sus domicilios.
Lerdo y
Juliá se van en la moto que el segundo ha dejado aparcada allí, muy
cerca de un bar que frecuentan, la cafetería Nilo, en la calle de San
Bernardino, donde se han reunido hace pocas horas con Cerrá para «hacer
lo que tenían que hacer»: buscar a un tal Joaquín Navarro para darle un
escarmiento.
Su jornada justiciera ha comenzado con una entrevista en el Sindicato
del Transporte. José Fernández Cerrá se ha citado con el secretario
provincial del sindicato, un tal Francisco Albaladejo, que tiene
cuarenta y ocho años. En su conversación ha salido de nuevo el asunto de
Joaquín Navarro, que ha revuelto todo el sector del transporte privado
de Madrid.
Albaladejo está obsesionado con ese hombre que no le teme,
que le hace frente, que se presenta en el sindicato y se pone a hablar
en nombre de los trabajadores, a él, que es el representante legal
nombrado por el presidente Vicente García Ribes.
Navarro, lo saben, es
un comunista, y miembro de un sindicato ilegal que se conoce como
Comisiones Obreras.
El presidente del Sindicato del Transporte, Vicente García Ribes, es
nombrado a dedo, como todos sus colegas de la organización sindical
franquista, por el ministro de Trabajo.
En este caso, Álvaro Rengifo, al
que después de las elecciones de junio sustituirá Manuel Jiménez de
Parga, un hombre moderado, muy cercano a Adolfo Suárez, que se encargará
de ir disolviendo y quitando fuerza a los sindicatos verticales.
Estos
no tienen otra función en realidad que la de actuar como gendarmes de
los trabajadores y servir para premiar con una nómina y un horario de
trabajo a los leales al régimen. Entre los funcionarios sindicales
menudean los buscavidas y, sobre todo, la gente que no sabe hacer nada.
Saben, y malamente, las cuatro reglas, y algunos textos de Falange,
arrancados con dificultad de las escuetas obras completas del fundador,
José Antonio Primo de Rivera. Más que un conjunto articulado de
doctrina, se trata de una serie de intervenciones públicas de un
contenido vago envuelto por una retórica poética de muy baja calidad.
Jiménez de Parga es un catedrático de Derecho del Trabajo que tiene
por delante una tarea ingente de eliminar a chulos de taberna, apearles
de sus coches oficiales, y liberar sus lujosos despachos para otras
funciones del Estado. Los presidentes de los sindicatos no le respetan
mucho. Como no respetan mucho al mismo Adolfo Suárez.
A poner en solfa la autoridad de Vicente García Ribes se ha atrevido
Navarro, «el andaluz de las pecas». De él se va a hacer cargo el
secretario provincial de Madrid, Francisco Albaladejo. Joaquín Navarro
representa como nadie ahora en España la enorme diferencia que existe
entre los sindicatos oficiales y los de clase.
Él ha sido elegido por
asambleas de trabajadores, que han aprovechado los huecos que la
legislación vigente deja, para proclamar representantes genuinos para
problemas genuinos.
La legislación sobre la que se construye el
sindicato vertical, y en especial la reforma laboral de 1958, que agrupa
a empresarios y trabajadores simultáneamente, ha permitido que para
problemas concretos los trabajadores pudieran elegir «comisiones de
obreros» que negocien soluciones. Es evidente que eso estaba pensado
para dar salida a problemas pequeños.
Pero en eso se han amparado los
mineros asturianos, y tras ellos muchos otros trabajadores de toda
España, para crear las Comisiones Obreras. El PCE y otros partidos
situados a la izquierda han adoptado esa fórmula como la mejor
herramienta de lucha contra el franquismo. Lo que se dirime hoy en
Madrid es mucho. Lo sabe García Ribes, como lo saben su hijo, el
dirigente de extrema derecha Juan García Carrés, y Albaladejo.
Por eso se ha vuelto a manejar la idea de darle un escarmiento. Una
buena paliza o algo así. Pero Navarro ha resultado ser un hombre
escurridizo. No se le encuentra en su casa, de la que ha huido.
Hoy, 24 de enero de 1977, ha terminado una huelga del transporte de
Madrid con una victoria de los trabajadores amparados por el sindicato
ilegal. Ha sido una victoria de Comisiones Obreras, del PCE, que las
lidera. Una victoria de la subversión. Albaladejo piensa que urge dar un
escarmiento a Navarro.
Para ello ha llamado a José Fernández Cerrá,
quien ha citado a su vez a García Juliá y a otro chaval, un militante de
Fuerza Nueva, para poner en marcha la operación. García Juliá ha
recogido a este joven, Fernando Lerdo de Tejada, hijo de una estrecha
colaboradora de Blas Piñar, y le ha llevado en su moto a la calle de San
Bernardino, a la cafetería Nilo, después de parar en casa de Lerdo para
recoger una pistola de su padre para la que no tiene munición, pero que
a efectos de asustar sirve.
Cerrá y Juliá sí llevan balas en los
cargadores de sus pistolas. A Cerrá le ha entregado Juliá la suya, una
Browning de calibre 9 milímetros parabellum, con un cargador repleto de
trece balas y otro, también lleno, de repuesto.
El trío formado por los pistoleros ha tenido tiempo de sobra para ir
enardeciéndose. En la cafetería Nilo, al calor de varias cañas tiradas
con poca gracia y alguna copa de coñac Magno han anunciado para ellos
mismos la hazaña para la que han prometido su participación.
Allí,
acodados en la barra acolchada como los sofás Chester, se han dado
palmadas en la espalda y se han dicho con voz queda, aunque cada vez más
alta por la influencia del alcohol, que todo lo van a hacer por España.
Van a darle un escarmiento a Navarro que nunca olvidará. Pero, eso sí,
no van a matarle por mucho que se merezca morir como «un perro».
Los agricultores de la región que todavía se llama Castilla la Nueva o
tienen un latifundio o una huerta de regadío de gran tamaño, o viven de
forma muy precaria. Allí la tierra tiene que ser mucha para ofrecer
sustento a una familia, y no digamos a un conjunto de familias que
dependan del dueño de un latifundio: el amo, le pueden llegar a llamar
en algunos pueblos más remotos donde todavía los usos anteriores a la
República no se hayan desterrado completamente.
El Toboso, La Solana,
Hellín, Villarrobledo y tantos otros vivieron con la Guerra Civil una
auténtica contrarrevolución que dejó la tierra repartida de tal manera
que no hubo nunca más alguien con pocas alforjas que pudiera tener
alguna oportunidad de salir a flote.
En los latifundios, los señoritos se aburren y se cuecen en verano.
Cuando llega el invierno, pueden disfrutar con su deporte favorito, que
es la caza. Caza menor que a veces consiste en llevar una jauría de
perros corredores, casi siempre galgos.
Los perros levantan la liebre y,
a partir de ahí, se produce un espectáculo soberbio en que el animal
sortea a sus perseguidores y, en ocasiones, revienta a alguno de ellos o
le rompe el espinazo con un quiebro imposible. Seguramente de ese
movimiento viene la expresión «quiebro». (...)
Fernando Lerdo de Tejada, que tiene veintitrés años, es un señorito
de El Toboso. Su madre, a la que dejó viuda su padre militar hace
algunos años, vive en la calle Fortuny de Madrid. Es una representante
casi perfecta de la aristocracia madrileña, con el dinero originado en
el campo, en la explotación extensiva de cereales, o de viñedos o de
olivares.
Eso, y una mano de obra abundante y muy barata, da buenas
rentas, que permiten tener pisos lujosos en propiedad en la mejor zona
de la Castellana, numeroso servicio y chófer.
Todo eso y además hijos que son obligatoriamente señoritos. Unos
hijos que saben cómo estar en la vida sin trabajar y sin estudiar, por
mucho que hayan tenido todas las oportunidades.
En El Toboso los Lerdo
no tienen más amigos de los que llevan algún fin de semana. Y alguno de
ellos ha ido a cazar, justo en esta época, a finales de enero, con algún
vecino. La hierba en los solares está baja aún y se puede contemplar en
toda su belleza el espectáculo de las liebres haciendo piruetas
imposibles que celebrar después con una tajada de queso, un corte de pan
candeal y un buche de vino de casa, tomado en bota con un vago aroma a
brea.
Allí Fernando se hace hombre. Los días normales entre semana se ve
con personas del entorno patriótico. Habla de armas, entre otros con
Simón Fernández Palacios, que trapichea con ellas y lleva a tirar al
polígono de Canto Blanco a Fernando y sus colegas. Más adelante
sostendrá que las armas le son ajenas, pero en El Toboso no faltan.
La forma más sencilla de definirle es rotunda: Fernando es un
señorito y un pijo violento, o sea, un pijo. Un contraste poderoso el
que se abre entre los componentes del grupo de pistoleros. José
Fernández Cerrá es fruto de una familia de clase media baja. Un tipo
fornido y peleón que no ha estudiado prácticamente nada.
Una familia en
la que abundan los altos cargos militares, pero de la que Cerrá no
parece haber aprendido a hacer nada productivo. Cerrá tiene ya treinta y
un años y una novia enfermera que gana 16.000 pesetas al mes, que le
son suficientes para dar de comer a su novio, con el que vive
amancebada, que es como se llama todavía en las comisarías y los
juzgados a una convivencia sin papeles.
Cerrá es natural de Almería y
tiene en el habla ese cúmulo de vocales abiertas y arrastradas que
convierten, a veces, cada frase en una sola palabra casi sin acentos ni
sílabas. La construcción de algunas frases puede venir de los belgas que
vinieron como ingenieros a las minas de plata o de plomo en el xix:
«¿Esto qué é lo que é?». A Cerrá le va la violencia y la imaginería
fascista.
Antes de compartir su vida con Gloria Herguedas estuvo con
otra mujer, a la que amenazó de muerte con una pistola y ella le
denunció. Ahí se acabó todo. No tiene trabajo fijo, solo algunos
esporádicos, el último de vendedor de libros en Espasa Calpe, cuyo
catálogo reúne todo lo que Cerrá detesta de la cultura española del
siglo: la del exilio de los años cuarenta.
No tiene, pues, horarios de trabajo muy consolidados. Pero, a cambio,
es de una seriedad ejemplar en su devoción por España. Cuando Blas
Piñar o Falange convocan un acto, se enfunda la camisa azul, se guarda
los puños americanos y, del brazo de Gloria, tan brava y violenta como
él, va a donde haya que ir. Cerrá tiene una mirada inquietante.
Aunque
hay mucha gente que no sabe explicar qué significa eso. Carlos García
Juliá, el otro componente del grupo, tiene veintiún años y es también
estudiante sin fortuna. Se afilió primero a Fuerza Nueva, luego a
Falange Española y de las JONS. Dice que le gustan los uniformes y los
correajes. Trabaja en una bodega, la Taberna de Baco, aunque dice que es
administrativo, y está soltero.
De profundas creencias religiosas, de
misa diaria. Nunca ha mantenido relaciones sexuales hasta el momento de
su detención. Eso dice el párroco de la iglesia de San Ginés, próxima a
su domicilio en Ópera. Y próxima a la Hermandad de Marineros, en la
calle Mayor número 16.
El cura escribe un informe a su favor destacando
sus virtudes «relativas a la castidad». De él, que es un hombre alto y
fuerte, de porte marcial, el cura solo destaca que no se deja llevar por
la lujuria. Su padre, que es comandante de Artillería en activo, debe
de ser algo más sensible al sexo: tiene ocho hijos.
Al llegar a Atocha 55, los pistoleros han encontrado el portal
abierto y han subido andando la escalera. En el descansillo del tercer
piso se han dado cuenta de que aquello estaba lleno de gente. Había
decenas de personas en las oficinas. De modo que han decidido subir
hasta el último piso, en la zona de buhardillas, a esperar a que la
gente se marchara. No ha pasado mucho tiempo. Cuando el bullicio de la
asamblea se ha apagado, han bajado hasta el tercero y han llamado al
timbre.
Cerrá ha podido mantener la calma, pero García Juliá ha estado
nervioso todo el tiempo, hasta el punto de que se le han escapado dos
tiros sin quererlo mientras registraba el piso. Lerdo, asustado, no ha
pasado del antedespacho, para atemorizar con su pistola descargada a
quien pudiera subir inesperadamente.
Luego, Cerrá y García Juliá han
disparado contra los presentes, a los que no conocían de nada, pero
sabían que eran comunistas. Y luego, se han marchado andando en busca de
la moto.
De Navarro no han sabido nada. Aunque lo tenían al lado. Se han ido
con la seguridad de que la matanza quedará impune. No han dejado ningún
testigo vivo, al menos al parecer. Y en todo caso, ¿cómo iban a
reconocerles? Que ellos sepan, tan solo uno de los asesinados les había
visto antes. Bueno, que ellos sepan no. Ni tan siquiera es seguro que el
primero al que han disparado les haya reconocido. No lo llegan a
comentar entre ellos." (José Martí Gómez, La Lamentable, 23/01/16)
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