"Hoy, un cuarto de siglo después del final de la Guerra Fría,
Occidente y Rusia están otra vez enfrentados. Pero esta vez (al menos
para uno de los lados), está claro que la disputa tiene que ver más con
el poder geopolítico que con la ideología. Occidente ha apoyado, en
diversas formas, a movimientos democráticos en la región pos-soviética,
sin disimular su entusiasmo por las varias “revoluciones de colores” que
sustituyeron a viejos dictadores por líderes más receptivos (aunque no
todos resultaron los demócratas convencidos que decían ser).
Demasiados
países en el antiguo bloque soviético siguen bajo control de líderes
autoritarios, entre ellos algunos que, como el presidente ruso, Vladímir
Putin, aprendieron a mantener una fachada electoral más convincente que
sus predecesores comunistas. Estos líderes promueven un sistema de
“democracia iliberal” sustentado en el pragmatismo, no en alguna teoría
universal de la historia, y se justifican con el argumento de ser más
eficaces.
Lo cual es indudable, si se mide por la capacidad de agitar
el sentimiento nacionalista y suprimir el disenso. Pero no han sido tan
eficaces en lograr crecimiento económico duradero. El PIB de Rusia (que
supo ser una de las dos superpotencias del mundo) hoy es aproximadamente
el 40% del de Alemania y poco más del 50% del de Francia. La esperanza
de vida al nacer es la 153ª del mundo, justo detrás de Honduras y
Kazajistán.
Por ingreso per capita (según la paridad del poder
adquisitivo), Rusia está en el puesto 73º, muy por debajo de los
exsatélites de la Unión Soviética en Europa central y del este. El país
se desindustrializó: la inmensa mayoría de sus exportaciones ahora
procede de recursos naturales. No evolucionó hacia una economía de
mercado “normal”, sino hacia una forma peculiar de capitalismo de Estado
amiguista.
Es verdad que en algunas áreas, por ejemplo la posesión de
armas nucleares, Rusia aún tiene capacidades propias de una nación más
poderosa. Y conserva el derecho al veto en las Naciones Unidas. También
cuenta con herramientas cibernéticas que le permiten inmiscuirse
seriamente en las elecciones de Occidente, de lo que da cuenta la
reciente intrusión en los sistemas del Partido Demócrata en Estados
Unidos.
Intrusiones que, según todos los indicios, no se detendrán.
Dados los estrechos vínculos del presidente estadounidense, Donald
Trump, con ciertos oscuros personajes rusos (que, a su vez, tienen
estrechos vínculos con Putin), en Estados Unidos hay mucha inquietud
sobre el grado de influencia que pueda ejercer Rusia (un asunto que tal
vez las investigaciones en curso puedan aclarar).
Cuando cayó el telón de acero, Rusia y toda la ex Unión
Soviética suscitaban grandes esperanzas. Aunque tras siete décadas de
comunismo la transición a una economía de mercado democrática no iba a
ser fácil, se suponía que (dadas las obvias ventajas del capitalismo de
mercado democrático respecto del sistema que acababa de derrumbarse) la
economía florecería y los ciudadanos exigirían más voz en la marcha de
su país.
¿Qué salió mal? ¿Quién tiene la culpa, si alguien la tiene? ¿Podría haberse manejado mejor la transición poscomunista de Rusia?
Nunca podremos responder estas preguntas más allá de toda
duda, porque es imposible rebobinar y repetir la historia. Pero creo que
lo que vemos es en parte herencia de los errores del Consenso de
Washington, que definió la transición rusa. La influencia de este marco
conceptual es visible en la importancia superlativa que dieron los
reformadores al proceso de privatización (sin importar cómo se hiciera),
y a su rapidez por encima de cualquier cosa (incluida la creación de la
infraestructura institucional necesaria para que una economía de
mercado funcione).
Hace 15 años, cuando escribí La globalización y sus
descontentos, sostuve que esta modalidad de reforma económica basada en
una “terapia de shock” estaba condenada al fracaso. Pero los defensores
de la doctrina recomendaban paciencia, aduciendo que para poder emitir
un juicio se necesitaba una visión a largo plazo.
Hoy, transcurrido más de un cuarto de siglo desde el inicio
de la transición, mi tesis resultó confirmada, y refutados los
argumentos de quienes sostenían que la institución de derechos de
propiedad privada bastaría para alentar demandas más amplias de
aplicación del imperio de la ley. Rusia y muchos de los otros países en
transición están más rezagados que nunca respecto de las economías
avanzadas y, en algunos casos, el PIB es menor al que tenían al
principio de la transición.
Muchos rusos creen que el Tesoro de Estados Unidos impulsó
las políticas del Consenso de Washington para debilitar a Rusia;
creencia que fue reforzada por la profunda corrupción del grupo de
académicos de la Universidad de Harvard elegido para “ayudar” a Rusia a
hacer la transición (descrita en un informe detallado que publicó en
2006 la revista Institutional Investor).
Yo creo en una explicación menos retorcida: las ideas
erradas, aun con la mejor de las intenciones, pueden traer consecuencias
serias. Y las oportunidades que ofrecía Rusia a la codicia egoísta
fueron demasiado irresistibles para algunos. Es evidente que la
democratización de Rusia demandaba medidas que garantizaran la
prosperidad compartida, no políticas conducentes a la creación de una
oligarquía.
De modo que los errores de Occidente no deben debilitar la
determinación de trabajar ahora en pos de la creación de Estados
democráticos que respeten los derechos humanos y la legalidad
internacional. Estados Unidos está luchando para evitar que el
extremismo del Gobierno de Donald Trump (por ejemplo, prohibir la
entrada a musulmanes, promover políticas ambientales contrarias a la
ciencia o amenazar con ignorar acuerdos comerciales internacionales) se
convierta en norma. Pero tampoco pueden “normalizarse” las violaciones
del derecho internacional cometidas por otros países, como las acciones
de Rusia en Ucrania." (Joseph E. Stiglitz , El País, 09/05/17)
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