"(...) Para Nick Srnicek y Alex Williams, autores de Inventar el futuro. Poscapitalismo y un mundo sin trabajo (Malpaso),
lo que se presenta como crisis es, en realidad, una oportunidad. Las
nuevas tecnologías ofrecen posibilidades nunca vistas para alcanzar
metas emancipadoras. (...)
El libro empieza con una pregunta provocadora:
“¿Adónde ha ido a parar el futuro?”. ¿Hasta qué punto hemos perdido la
capacidad colectiva de imaginarnos un mundo mejor?
La hemos perdido. Siempre pregunto a mis estudiantes:
“¿Creéis que viviréis mejor que vuestros padres?”. El 90% dice que no.
Se ha esfumado la sensación de que las cosas pueden mejorar.
Hay que
tener en cuenta las condiciones materiales que nos han llevado hasta
aquí: hemos vivido el deterioro de los movimientos de clase trabajadora
que viene desde la Segunda Guerra Mundial, y cuarenta años de
neoliberalismo que dan a entender que nada cambia en lo fundamental, y
que el sistema está organizado para beneficiar a los más ricos y
poderosos. Dadas esas condiciones, es muy entendible que la gente
claudique ante las pocas esperanzas para el futuro. (...)
Hay cambios en las condiciones materiales que por lo
menos posibilitan que surja un horizonte mejor. Ahora es cuestión de
encontrar la expresión política adecuada.
Esto engarza con su argumento de que el
desarrollo tecnológico, al contrario de lo que teme la izquierda, no
aleja, sino que acerca, las posibilidades de emancipación. ¿A qué clase
potencial no explotada se refiere?
El ejemplo en el que nos centramos en el libro son las
tecnologías de automatización del trabajo. Se podría automatizar todo
un abanico de trabajos aburridos y sin sentido. Es una de las demandas
originales del movimiento obrero, la reducción del trabajo, desde las
jornadas de 80 horas semanales a las de 40.
Incluso en los años 30, se
creía que pronto se alcanzaría la jornada de 20 horas semanales. Hoy
lograr esa demanda clásica es más posible que nunca. Sucede lo mismo con
la democracia económica: las tecnologías digitales nos permiten tener
mucho más que decir en lo que sucede, cómo se hacen las cosas y de qué
valores queremos imbuir nuestras decisiones económicas. Hoy la
democracia económica es mucho más posible que antes.
Algo parecido
ocurre con las identidades: las tecnologías disponibles que permiten que
la gente cambie de sexo si así lo desea ofrecen posibilidades
fantásticas. De nuevo, es un desarrollo tecnológico reciente el que hace
posibles demandas tradicionales de la izquierda.
También menciona el software libre o la impresión en 3 dimensiones. ¿Qué le hace pensar que tienen potencial emancipador?
Las aplicaciones más interesantes ahora mismo tienen
que ver con experimentos de imprimir una casa. Habría cemento que viene
ya preparado con el aislamiento, el cableado y las tuberías y se pueda
imprimir una casa extremadamente barata. Aunque falta mucho por
desarrollar, la impresión en 3D ofrece un gran potencial para resolver
la crisis de vivienda, desde los guetos de los países pobres a la falta
de vivienda social en Londres.
Supongo que el problema entonces sería quién es dueño de la impresora y de la tierra.
Sí. Lo más sencillo sería tener una impresora 3D
nacional que imprima vivienda social. Nacionalizar las impresoras 3D.
Eso es lo que necesitamos.
Sobre la cuestión de la propiedad y la escala:
incluso con los avances tecnológicos de los que habla, nada de lo que
viene describiendo está disponible para la mayoría de la población. ¿Qué
nos impide disfrutar de esos avances?
El capitalismo, dicho lisa y llanamente. Tres mil
doscientos millones de personas en todo el mundo necesitan trabajar para
ganar un salario con el que sobrevivir. Dependen del mercado de trabajo
para conseguir cualquier dinero. Esto supone toda una serie de
exigencias para los trabajadores: tienen que salir a competir los unos
con los otros por el trabajo.
Eso hace que bajen los salarios, y a su
vez otorga más poder a los propietarios de los medios de producción, los
dueños del capital, el 1% de la población que es dueño del 50% de la
riqueza. Esas simples relaciones de propiedad tienen repercusiones en el
resto de la sociedad. Podríamos vivir en una sociedad en la que la
gente no tenga que trabajar.
Tenemos la tecnología disponible para ello.
Pero también tenemos las relaciones sociales que exigen que la gente
trabaje para sobrevivir. Librarse de esas relaciones sociales debería
ser el gran proyecto de la izquierda y es alcanzable en las próximas
décadas.
¿Qué le hace pensar que lo es?
De nuevo, tiene que ver con las posibilidades
materiales. Tradicionalmente, esto hubiera supuesto grandes recortes en
calidad de vida. Hoy tenemos la capacidad de mantener nuestro nivel de
vida, reducir la huella ecológica y librarnos del trabajo asalariado.
Lo
más difícil no son las posibilidades materiales, sino construir la
capacidad colectiva, especialmente bajo la presión devastadora a la que
nos ha sometido el neoliberalismo. Pero lo hemos hecho en el pasado, y
volveremos a hacerlo.
Cuando habla de trascender el trabajo asalariado, ¿piensa en una renta básica que desligue el trabajo del ingreso?
Es la manera más útil de enfrentar esa cuestión,
aunque hay grupos anarquistas que han experimentado con la ayuda mutua y
otras vías de construir un sistema de reproducción al otro lado del
capitalismo. Es interesante aprender de esos experimentos, pero tienen
sus límites.
Hay quien respondería diciendo que el trabajo
es importante para el ser humano, y que el problema son la explotación y
las malas condiciones laborales. ¿Está en desacuerdo?
En absoluto. Creo que la gente necesita un proyecto
significativo en el que trabajar y esforzarse, pero pensar que la única
manera de hacerlo es mediante el trabajo asalariado es equivocarse. La
mayoría de la gente encuentra sus trabajos aburridos y sin sentido.
Volviendo a lo que llama “la parálisis del
imaginario social”. La atribuye al ascenso del neoliberalismo, pero
también al declive de la socialdemocracia. ¿Cómo se sale de ese punto
muerto?
En 2008, cuando la mayor crisis del capitalismo en
décadas llegó, parecía una enorme oportunidad para la izquierda. Pero
nadie tenía las ideas necesarias para hacer uso de esa oportunidad. Eso
contrasta con lo que hicieron los neoliberales en los 70: tenían un
análisis del capitalismo keynesiano, los problemas a los que se iba a
enfrentar y sus soluciones.
Cuando llegó la crisis, la utilizaron como
oportunidad. Así que debemos desarrollar una serie de ideas que nos
permitan aprovecharnos de lo que inevitablemente será otra crisis en los
próximos cinco años, para construir un proyecto más amplio.
Ha mencionado a Sanders y a Corbyn. Mucho de
lo que proponen son, en el fondo, medidas socialdemócratas. En su libro,
defiende que “podemos aspirar a algo más” que la socialdemocracia. ¿Qué
tienen de malo las respuestas socialdemócratas a la crisis?
Cuando hablo de socialdemocracia, me refiero al
sistema de bienestar cimentado en el pleno empleo, a menudo de un cabeza
de familia masculino, con toda la división de género que lleva
aparejado. Podía haber pleno empleo siempre que la mitad de la población
se quedase en casa.
Obviamente, no aspiramos a volver a eso, ni a la
explotación continuada de países por todo el mundo, la división
colonial, que también estaba en la base de aquel sistema. Pero el
problema fundamental es que el pleno empleo ya no es posible.
¿Por qué lo dice?
Si analizamos los datos, el capitalismo ya no produce
suficientes empleos, ni cuantitativa ni cualitativamente. Desde 2008,
todos los empleos netos creados en EE.UU. han sido ‘acuerdos de empleo
alternativos’: trabajo temporal, freelance, a tiempo parcial…
Uno puede imaginarse al capitalismo produciendo más empleos de ese tipo,
pero no son significativos ni suficientes para la gente. Tenemos que
construir un sistema social que no dependa del pleno empleo.
Acuña un término –‘folk politics’,
política folclórica— para explicar las insuficiencias de los movimientos
sociales para enfrentar los problemas de nuestro tiempo. ¿Qué significa
el término y qué relevancia tiene?
La política folclórica es el sentido común dominante
en la izquierda, tanto en los académicos como en los activistas, que
guía sus acciones. Cambia con el tiempo. Hoy en día, todos nos hemos
volcado hacia la inmediatez para encontrar solución a nuestros
problemas. Si el problema es que las élites no nos escuchan, la solución
es la democracia directa local.
Si tenemos un cambio climático masivo,
cultivemos en nuestros jardines, y sigamos la dieta de las cien millas. O
si el problema es el sistema financiero global, adoptemos monedas
locales para escaparnos de él. Subyace una presuposición de que si nos
retraemos al nivel local más inmediato, podremos resolver problemas de
gran escala.
Lo vimos en Occupy Wall Street y, en cierta medida, en la
Nuit Debout, en Francia, donde la gente se movilizó para asambleas
generales, en las que se debatía, pero luego no se intentó expandir el
movimiento, incorporar una serie de demandas que pudieran excluir a
cierta gente pero hicieran el proceso mucho más interesante, ni
construir sistemas organizativos duraderos.
¿Cree que esta ‘política folclórica’ está relacionada con el miedo al poder?
Más bien una actitud de sospecha hacia el poder.
Muchas de estas ideas surgieron en los 60 y 70, cuando las
organizaciones de izquierda dominantes eran muy excluyentes para ciertas
minorías, y muy autoritarias. En aquel contexto, resistirse a esas
dinámicas era algo lógico y útil. Desde entonces, perdura una sospecha
del poder. Pero el poder es absolutamente necesario para lograr el
cambio político. Tenemos que arriesgarnos a usarlo.
Se detiene a analizar algunas tácticas como
las recogidas de firmas o incluso las huelgas, que dice que han perdido
su utilidad para cambiar estructuras de poder. ¿Por qué ha sucedido
esto?
Casi a diario, la gente recoge firmas para toda clase
de causas. Ya no significa nada. Es una idea colectivista, que permite
el acceso fácil para la participación, pero pierde todo significado. Con
las huelgas, al menos en occidente, el capital ha ganado mucho poder
sobre el trabajo. Si hay una huelga en una fábrica de Canadá o EEUU, la
empresa puede trasladarla a otro país muy fácilmente.
Las huelgas ya no
tienen el poder de antes. Hay espacios en las que lo tienen. Por
ejemplo, aquí en Londres, el sindicato de transportistas que se encarga
del metro tiene un enorme poder, porque cuando va a la huelga paraliza
la ciudad. Gente como el antiguo alcalde, Boris Johnson, son conscientes
de eso y han intentado quitarles ese poder automatizando los trenes.
Es interesante que mencione eso. Es justo lo
contrario a lo que propone usted. ¿Qué le hace pensar que alguien como
Boris Johnson pueda ver la automatización como una herramienta para
quitarles poder a los trabajadores, o que muchos de estos la vean como
una amenaza, aquello que se llevará por delante su trabajo?
Tienen razón. El poder del capital es tal que
cualquier grupo con poder, como el sindicato del transporte o el de
estibadores en EEUU, va a recibir ataques principalmente por la vía de
la automatización. Durante las últimas cuatro décadas, la automatización
ha traído consigo desaparición de trabajos clásicos de la clase media, y
ahora tenemos una nueva oleada tecnológica que nos lleva a la
automatización de gran parte de los trabajos de baja cualificación y mal
remunerados.
Veremos cómo aumenta la presión para lograr trabajos más
precarios, a tiempo parcial y eventuales. Así que la cuestión no es si
rechazamos la automatización, sino cómo aceptamos que va a suceder
inevitablemente y nos adelantamos para construir un sistema que permita
que no sea tan devastadora para los trabajadores.
¿Cómo se hace eso?
En parte, es cuestión de que los sindicatos
establezcan conexiones con la comunidad, fuera del lugar de trabajo, que
pierde potencia como espacio de lucha con la automatización. Hay que
pensar en cómo intervenir e interrumpir los procesos sociales más
amplios del capitalismo, no solo la producción.
El movimiento Black
Lives Matter ha entendido esto, al bloquear sistemas de transporte como
los trenes y las autopistas. Pero, en último término, se trata de
otorgar control público sobre qué se automatiza, en qué tecnologías se
invierte y cuáles se utilizan. También hay que construir el sistema
social.
Si es necesario menos trabajo, reducir la jornada laboral es una
manera muy útil de hacerlo. Mi preferencia es recortar un día de
trabajo semanal, para llegar a las 32 horas, con los viernes libres y
fines de semana de tres días. Ya existen los ‘puentes’, y nos encantan,
por lo que creo que podríamos utilizar un sentimiento populista para
articular esta demanda.
Volviendo a la democracia directa: señala
usted que el principal problema de la democracia hoy no es tanto que la
gente no tenga capacidad de decisión sobre todos los aspectos de su
vida, sino que los asuntos más importantes de nuestras vidas escapan al
control democrático. ¿Cómo se reinventa la democracia cuando esos
problemas son tan grandes que a menudo trascienden el Estado?
Es una pregunta muy grande. No es cierto que queramos
poder decidir sobre cualquier aspecto de nuestras vidas colectivas. Si
piensas en la promesa de la privatización del agua, se supone que abrirá
la libertad de elección a todo el mundo. Pero la respuesta es obvia: no
queremos libertad de elección sobre el agua.
Queremos abrir el grifo y
que salga agua limpia y saludable siempre que la necesitemos. Sucede lo
mismo con muchos de los asuntos básicos de nuestra existencia: queremos
estar seguros de tenerlos disponibles, para poder dedicarnos a
cuestiones más importantes.
Parte del problema es cómo concebir una
democracia que nos dé poder no tanto sobre todo sino sobre las
cuestiones más importantes. Esto significa tener mecanismos que nos
permitan decir que lo que era un asunto mundano pasa a ser político de
nuevo.
También señala que los movimientos sociales
tienden a ganar solamente batallas pequeñas, mientras pierden terreno en
lo fundamental. ¿A qué se refiere?
Un ejemplo clásico son las sucesivas luchas que hemos
tenido en el Reino Unido para evitar el cierre de diferentes hospitales
locales. Son proyectos políticos loables, con sentido y útiles, pero,
por otro lado, la situación más amplia es que tenemos un gobierno
conservador que trata de privatizar la sanidad. No se trata, por tanto,
de batallas individuales.
Debemos articular una narrativa que deje claro
cómo estas cuestiones están conectadas a un sistema más amplio y
construir organizaciones que no se centren en un asunto, sino que estén
conectadas entre sí.
¿En qué consiste la política que propone como alternativa?
Brevemente, es un proyecto contrahegemónico para construir una
sociedad del postrabajo. No es todavía poscapitalista, sino de
transición hacia un proyecto de sociedad que pueda serlo. No es la
eliminación total del trabajo, algo que sería imposible, sino su
reducción masiva. También consiste en eliminar la necesidad de la gente
de tener un trabajo para sobrevivir. La renta básica es la mejor manera
de lograrlo."
(Entrevista a Nick Srnicek / Autor de ‘Inventar el futuro. Poscapitalismo y un mundo sin trabajo’, Álvaro Guzmán Bastda, CTXT, 03/05/17)
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