"Miles de personas se reunirán la semana que viene en Davos. Su riqueza
conjunta alcanza varios cientos de miles de millones de dólares, quizás
incluso se acerque al billón. Nunca en la historia del mundo la cantidad
de riqueza reunida por kilómetro cuadrado será tan elevada.
Y este año,
por sexta o séptima vez consecutiva, estos capitanes de la industria,
multimillonarios, empleadores de miles de personas en todos los rincones
del mundo, abordarán uno de los temas principales: la desigualdad…
Únicamente de pasada, y probablemente al margen del
programa oficial, entrarán en asuntos como el tremendo poder
monopolístico y monopsonístico de sus empresas; su capacidad de sacar
provecho de las distintas jurisdicciones para evitar pagar impuestos; el
modo en que prohíben la organización sindical en sus empresas; el modo
de utilizar los servicios públicos de transportes de enfermos para
transportar a trabajadores que se han desmayado por exceso de calor
(para ahorrar gastos en el aire acondicionado); el modo de lograr que su
plantilla complemente su salario a través de donaciones benéficas
privadas; o quizás el modo de pagar el tipo impositivo medio entre el 0
y el 12% (de Trump a Romney).
Si se trata de economías de mercado
emergentes, también pueden intercambiar experiencias sobre el modo de
retrasar el pago de salarios durante varios meses mientras invierten
esos fondos para obtener elevados tipos de interés, la manera de ahorrar
en las normas de protección laboral o el modo de comprar empresas
privatizadas por cuatro chavos y después crear empresas fantasma en el
Caribe o las islas del canal de la Mancha.
Aún así, la pobreza y la desigualdad, que como sabemos son
los problemas que caracterizan nuestra época, estarán permanentemente en
sus cabezas.
Simplemente, por alguna razón, nunca consiguen encontrar
suficiente dinero, o tiempo, o quizás miembros de lobbies dispuestos a
ayudar con las políticas que, durante las sesiones oficiales, todos
coinciden que deberían adoptarse: aumentar los impuestos al 1% más rico y
las grandes herencias; ofrecer salarios decentes o no retenerlos;
reducir la brecha entre los sueldos de directivos y la media; gastar más
dinero público en la educación pública; hacer más atractivo el acceso a
los bienes financieros para las clases medias y trabajadoras;
equilibrar los impuestos sobre el capital y el trabajo; reducir la
corrupción en los contratos públicos y las privatizaciones.
Puesto que han fracasado estrepitosamente a la hora de
convencer a los gobiernos para que tomen medidas respecto a la creciente
desigualdad –se lamentarán–, no es de sorprender que no se haya hecho
nada.
O, más bien, que se hayan adoptado políticas totalmente opuestas:
tal y como prometió o amenazó que haría Trump, ha aprobado un recorte
histórico para los ricos, al tiempo que Macron ha descubierto el
atractivo de un thatcherismo moderno. Tampoco parece que se haya hecho
nada destacable en las economías de mercado emergentes (quizás la única
excepción importante sea la mano dura contra la corrupción en China).
Este retroceso a las relaciones empresariales y a las
políticas fiscales de comienzos del siglo XIX, por extraño que parezca,
está encabezado por gente que habla el lenguaje de la igualdad, el
respeto, la participación y la transparencia.
Ninguna de esas personas
está a favor de “la ley del amo y el siervo” o de los trabajos forzados.
Lo que ha ocurrido es que, durante los últimos cincuenta años o más, el
lenguaje de la igualdad se ha aprovechado para aplicar las políticas
estructuralmente más contrarias a la igualdad.
Y, de hecho, es mucho más
rentable llamar a los periodistas y hablarles sobre nebulosos proyectos
según los cuales el 90% de la riqueza –a lo largo de un desconocido
número de años y bajo incognoscibles prácticas contables– se entregará a
organizaciones benéficas, que pagar a los proveedores y trabajadores
precios razonables o dejar de vender información acerca de los usuarios
de plataformas.
Es más barato poner una pegatina de comercio justo que
renunciar al uso de contratos de cero horas.
Son reacios a pagar un sueldo para vivir, pero financiarán
una orquesta filarmónica; prohibirán los sindicatos, pero organizarán un
taller sobre la transparencia de los gobiernos.
De modo que, en un año, volverán a Davos y quizás se
alcance un nuevo récord de riqueza en dólares por metro cuadrado, pero
los temas, en las salas de conferencias y al margen del programa
oficial, volverán a ser los mismos. Y esto seguirá siendo así… hasta que
deje de serlo." (Branco Milanović, doctor en Economía, especialista en desigualdad. CTXT, 31/01/18)
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