"Apenas un siglo separa la legendaria mano de dios de
Maradona de la victoria –por la mínima y en la prórroga– de un equipo de
obreros del norte de Inglaterra –el Blackburn Olympic– frente al muy
aristocrático club de los Old Etonians. Dos instantes de un mismo
partido eterno cuyo balón se disputan desde el origen ricos y pobres,
opresores y oprimidos. Un partido que –parafraseando al magnate Warren Buffett– existe y, por el momento, lo van ganando unos pocos en detrimento de los de siempre.
La Historia está hecha de tensiones, avanza
como a trompicones y cuando te das cuenta el mundo que conocías ya no
existe. Algo así le ha sucedido al fútbol. Aquel juego marginal y
contestatario que en su día fue herramienta de emancipación quedó
eclipsado de un tiempo a esta parte por una cultura balompédica que
prioriza el espectáculo por encima de todo. “Ya no se habla de fútbol
sino de individuos, se ha impuesto la atomización”, apunta un tanto
lacónico el periodista e historiador francés Mickael Correïa, autor de Historia popular del fútbol (Hoja de Lata).
En efecto, el neoliberalismo campó a sus anchas también
en los estadios y de aquellos barros estos lodos. Hoy, los clubes
millonarios compran a precio de oro jugadores procedentes de los
arrabales, los regímenes autoritarios intentan canalizar en su provecho
las pasiones futbolísticas y las multinacionales aprovechan códigos del
fútbol callejero para vender sus zapatillas de deporte. Una vorágine
turbocapitalista que no invita al optimismo pero que Correïa prefiere
leer e imaginar en clave empoderadora.
“En el mundo capitalista que vivimos, con las
oligarquías haciendo y deshaciendo a su antojo, son los hijos de los
poderosos los que acceden a puestos de privilegio que les perpetuán en
el poder; el fútbol, en cambio, no permite fingir ni heredar nada, es el cuerpo la única herramienta de trabajo”.
Es precisamente esa condición corpórea la que, en palabras de este
historiador, confiere al fútbol “una dimensión popular inalienable”.
Así, cuando CR7
tiene a bien remangarse la profusa musculatura del pernil en sus ya
icónicas (y sonrojantes) carrerillas, Correïa identifica ahí un gesto de
clase (obrera): “Se le critica mucho, pero para mí es como cuando un
obrero se sube las mangas antes de empezar a trabajar, tiene esa misma
entidad”.
El fútbol no deja de ser una gran metáfora de la sociedad. Codificado en su origen por la aristocracia británica, la working class
no tardó en apropiarse del invento haciéndolo suyo. Se liberaba así de
la tutela que imponía una patronal que vio en este juego la posibilidad
de controlar a los parias de turno y cortar por lo sano sus veleidades
emancipadoras.
“La clase obrera adoptó este deporte en un momento en el
que necesitaba crearse una identidad tras el éxodo rural a las ciudades
que se produjo en los albores del siglo XIX”, explica Correïa. Se
populariza de este modo un deporte que hasta ese momento era exclusivo
de los gentlemen, una transición que supuso, también, un cambio de estrategia.
“Los aristócratas jugaban de forma muy individualista,
prevalecía el honor, el autocontrol y la compostura, para ellos pasarse
el balón era una muestra de debilidad”. Los desheredados, por contra,
optaron de forma progresiva por un juego mucho más colaborativo, algo
que en palabras de Correïa “transcribe su realidad en las fábricas”,
trasladando al fútbol un modelo productivo basado en las cadenas de
montaje. “Su objetivo era producir una victoria que pudiera ser
compartida a nivel colectivo”, zanja Correïa.
Fair-play vs. Picaresca
El espíritu de la chabola se dio de bruces con esa
finura atávica propia de las clases dominantes. Conceptos como
honorabilidad y decoro están muy bien cuando no vives instalado en la
miseria. Dicho de otro modo; cuando ni la ley ni el físico están de tu
lado, el engaño pasa a ser una opción. “La mano de dios de Maradona
ejemplifica ese imaginario callejero, ¿qué puede hacer un tipo como el Pelusa frente a la envergadura de un portero británico?”.
Un gol inimaginable en tiempos de videoarbitraje. “La frialdad de la
máquina al servicio de un escenario eminentemente humano como es el
estadio”, añade Correïa.
Jugadores como Pelé o Garrincha hicieron
también de la necesidad una virtud. Su juego no deja de ser el epítome
de toda una tradición futbolística nacida en una sociedad profundamente
clasista y xenófoba, no en vano la esclavitud no fue oficialmente
abolida en Brasil hasta 1888. “Los principales equipos estaban
conformados por blancos, cuando se enfrentaban a equipos de negros estos
podían ser agredidos físicamente dado que el árbitro era siempre
blanco”.
Un inconveniente –no menor– que la comunidad negra tuvo a bien solventar del único modo posible: tratar de esquivarlo. Así nace ese dribleo tan característico de los cariocas, estilo que encuentra en las inocuas cabriolas de Neymar una suerte de parodia.
Un gol a la dictadura
«El FC Barcelona ha sido a la vez refugio y cuna,
fluctuante y difuso, de la identidad de Cataluña», escribía el
historiador Josep Solé i Sabaté. El potencial propagandístico e
identitario del deporte de masas no se puede obviar. El franquismo lo
supo muy pronto, no en vano en 1939 el poder ordena a la Federación
Española de Fútbol que cambie el nombre de la Copa del Rey por el de Copa del Generalísimo.
Los silbidos en el estadio barcelonista al Cara el Sol se suceden convirtiéndose paulatinamente el club blaugrana en una caja de resonancia de las reivindicaciones catalanistas y republicanas.
Se trataba, a fin de cuentas, de una dimensión simbólica de resistencia
frente a la dictadura. Una dimensión que se complementaba con la
capacidad de cohesión que encarnaron en su día los colores blaugranas
para los millones de inmigrantes que se trasladaron a Catalunya en pleno
boom industrial." (Juan Losa, Público, 14/05/19)
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