"Ahora mismo, en las afueras de una megalópolis hipermoderna del
primer mundo, a finales de un año en el que el público parecía haber
despertado finalmente a la dramática amenaza del calentamiento global,
se lleva desarrollando durante cerca dos meses enteros un desastre
climático de un horror inimaginable y el resto del mundo casi no está
prestando atención.
Los incendios de Nueva Gales del Sur llevan
ardiendo desde septiembre, destruyendo más de seis millones de hectáreas
y permanecen casi completamente incontrolados por las fuerzas de
bomberos voluntarios desplegados para combatirlos; el 12 de noviembre,
Sídney declaró una alerta de incendios “catastrófica” sin precedentes.
Eso fue hace seis semanas, y los fuegos casi seguramente continuaran
ardiendo hasta finales del mes que viene, lo más pronto que puede llegar
la lluvia.
Por supuesto pueden durar más tiempo todavía ayudados, en
parte, por las olas de calor que rompen todos los records y que al mismo
tiempo están azotando el país (técnicamente un continente entero,
Australia tuvo una media de más de 37ºC a principios de este mes) y
destruyendo la vida marina del océano que le rodea. “En tierra, las
altas temperaturas son “apocalípticas”, escribió el Straits-Times de Singapur. “En el océano es todavía peor”.
El
humo ya ha envuelto la ciudad de Sídney en un aire al menos diez veces
más saturado de humo de lo que se considera seguro para respirar,
haciendo saltar alarmas contra incendios en el interior y suspendiendo
el servicio del ferry de la ciudad, ya que los barcos no pueden navegar
en la niebla tóxica. La ciudad de Melbourne, a más de 800 kilómetros de
distancia, se ha estado ahogando en humo también y los lejanos glaciares
de Nueva Zelanda han cambiado de color debido a los incendios. (...)
Los incendios de California acapararon la atención del mundo, pero
mientras que los que están todavía ardiendo descontroladamente en
Australia han tenido algo de atención mediática fuera del país, en
general se han presentado como una historia local alarmante pero no
apocalíptica.
¿Cuál es la diferencia? Están los factores
habituales, el deseo de mirar hacia otro lado, el evitar contemplar los
aspectos más alarmantes de la vida contemporánea o lo que presagia para
nuestro futuro, la estrechez de miras de los medios, reacios a cubrir
los desastres climáticos, al menos como desastres climáticos, y las
fuerzas de la negación que, aparentemente ahora están encarnadas tanto
en el primer ministro australiano Scott Morrison (que fue elegido
después de una campaña centrada contra la acción climática y quien
despreocupadamente se fue de vacaciones a Hawái mientras su país ardía)
como en Donald Trump o Jair Bolsonaro.
Pero se me ocurren otras
dos explicaciones más, ninguna de ellas alentadoras. La primera es la
duración de este horror climático que nos ha permitido normalizarlo
incluso mientras sigue desarrollándose y continua torturando,
brutalizando y aterrorizando. El incendio de Paradise, California, causó
casi todo su daño en solo cuatro horas, y su corta duración pudo haber
sido tan importante para nuestro horror colectivo como su velocidad.
Quizá si hubiese durado más, incluso ardiendo con la misma ferocidad,
simplemente nos hubiésemos acostumbrado a él como el ruido blanco de la
catástrofe a nuestro alrededor, por imposible que pueda parecer, dada la
escala del sufrimiento que acarreó.
Por supuesto, esta hipótesis
es especialmente preocupante teniendo en cuenta la manera en la que el
cambio climático inevitablemente amplificará esta clase de horrores en
las décadas futuras. En la actualidad, hay categorías de desastres
naturales, como las sequias, que entendemos pueden durar meses, o
incluso años, y aunque deberían captar nuestra atención, raramente lo
hacen. A esa categoría de desastres ya hemos añadido otros como las
inundaciones, que devastaron el Medio Oeste esta primavera, que duraron
muchos meses en algunos lugares, impidiendo a granjeros americanos
plantar sus cosechas en siete millones de hectáreas. Pero comprender que
las inundaciones son un desastre que puede durar meses es una cosa, por
muy impensable que pueda haberle parecido a cualquier americano medio
hace cinco o diez años.
Llegar a ver la época de incendios como una
amenaza permanente es otra adaptación terrible, aunque los californianos
están haciendo precisamente eso. Pero considerar los incendios mismos,
que pueden viajar a 90 kilómetros por hora o más creando sus propios
sistemas meteorológicos que lanzan rayos a kilómetros de distancia de
las llamas causando más fuegos, no como una catástrofe repentina, sino
como una condición semipermanente, me da la impresión que es otro nivel
de normalización. Y sin embargo, aquí estamos.
La segunda
explicación es incluso más inquietante. Si me hubiesen dicho, incluso
hace seis meses, que un desastre climático como este azotaría un lugar
como Australia, probablemente hubiese esperado una cobertura mediática
generalizada, ver la opera de Sídney contra un inquietante fondo de humo
naranja es una imagen espectacular, pero no es quizá tan importante
para las redes sociales como ver a las Kardashian evacuar el valle en
Instagram, sin embargo yo habría esperado mucho más que esto.
No es por
una fe moralista en los medios o en el interés del público por historias
desgarradoras como esta. Es por una razón más siniestra: durante
décadas, en EE.UU. y Europa Occidental, hemos prestado muchísima más
atención al sufrimiento a pequeña escala por la fuerza de desastres
naturales cuando afectan a partes del Occidente rico que lo que nunca
hemos mostrado por aquellos que ya están sufriendo tanto por el cambio
climático en Asia y especialmente en el sur del mundo.
Esos prejuicios son una atrocidad moral y una característica
especialmente preocupante de la respuesta mundial al cambio climático,
que ya está castigando al mundo en desarrollo de maneras que casi nadie
en el Occidente rico consideraría justas, si se permitiesen verlo. Pero
también ha resultado ser irritantemente terco y yo habría esperado que
los mismos prejuicios hubieran unido la compasión y la empatía de
millones de personas en EE.UU. y Europa por la mala situación de una
antigua colonia como Australia, principalmente blanca y angloparlante,
enfrentada al desastre, esté lo lejos que esté.
Desafortunadamente,
la respuesta mundial a los incendios ha sugerido algo que es más bien
lo contrario: que ningún lazo de alianza o lealtad tribal es lo
suficientemente fuerte para no desecharlo, si
desecharlo nos permite ver el sufrimiento de otros que viven en otro
lugar del planeta como algo insignificante para nuestras propias vidas.
Estos incendios no son más que un desastre, por supuesto, y el planeta
tiene muchos campos de prueba como este para el futuro. Pero entre una
de las más perversas monstruosidades del cambio climático sería que
trajese consigo el fin de esta clase de perjuicios mundiales, no para
reemplazarlos por un sentido de humanidad compartida sino por un sistema
de desinterés definido por círculos cada vez más pequeños de empatía."
(David Wallace-Wells , NYmag, en Rebelión, 15/01/20)
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