"En defensa de la razón. Contribución a la crítica del posmodernismo (Madrid, Siglo XXI) es una de las novedades editoriales de esta primavera, obra de Francisco Erice (Colombres, Asturies, 1955) profesor de Historia de Contemporánea de la Universidad de Oviedo/Uviéu.
No se trata, como su propio nombre indica, de un trabajo histórico al
uso ya que aborda la crítica al posmodernismo desde una perspectiva
global, filosófica y política, aunque sobre todo, desde una
intencionalidad de combates por la Historia… Marxista.
Y es que si algo caracteriza a este texto es la reivindicación de la
vigencia del marxismo y su método de análisis como forma de hacer
historia y de entender el mundo frente a las proyecciones posmodernas.
Esta conjugación de crítica hacia la posmodernidad con la defensa del materialismo histórico da como resultado un libro tan interesante como polémico que a buen seguro levantará ampollas y suscitará reacciones contrapuestas, porque sus posicionamientos y argumentaciones tienen la cualidad de no dejar indiferente a ningún lector que se sumerja en su densa narración.
¿Qué es lo que te ha llevado a embarcarte en este trabajo?
¿Cuál es la motivación origen del libro y su necesidad? ¿Qué vacío viene
a llenar?
Pensar que se trate de un libro “necesario” o que “llene” algún vacío
me parece pretencioso. Me conformo con que resulte útil y estimule el
debate. Lo cierto es que comparte argumentos con otros libros que, en
los últimos años, han cuestionado las tesis posmodernas y reivindicado
la recuperación de un marxismo abierto y no dogmático; en este caso, se
aplican especialmente a la Historia.
El origen fueron unas Jornadas
organizadas por la Fundación de Investigaciones Marxistas (FIM), en las
que participé con algunas reflexiones que ahora se profundizan. El
estímulo que acabó de dar forma al texto era doble: reaccionar frente a planteamientos posmodernos que constituyen un verdadero “asalto a la razón” y alertar sobre la difusión acrítica de estas ideas entre cierta izquierda política y social.
En defensa de la razón…, no es
exactamente un libro de historia, aunque se hable mucho sobre historia y
sobre los historiadores, tiene además cierto tono de ensayo. Esto no es
lo más común entre los historiadores…
Es un ensayo porque carece de la profundidad y sistematicidad que
requeriría un “tratado” sobre temas tan arduos, diversos y complejos
como los que en él se abordan, y además porque no se plantea como
objetivo -lo cual sería nuevamente pecar de pretencioso- cerrar ningún
debate, sino contribuir a abrirlo con actitud humilde, pero a la vez
deliberadamente polémica.
Haces una crítica muy dura al posmodernismo ya desde la
primera página ¿Es acaso una respuesta a la forma en la que el propio
posmodernismo ejerce sus críticas?
En general los posmodernos suelen envolver sus críticas en tono
petulante, haciendo gala además de un afán de originalidad que suele
desembocar infelizmente en el “descubrimiento de mediterráneos” o en una
distorsión efectista y sofisticada de la realidad. Todo ello con un
lenguaje deliberadamente oscuro, casi de secta, que a veces envuelve
contenidos bastante más inocuos o superficiales de lo que aparenta.
No sé si mi crítica es dura, pero no lo es menos que otras.
Además, no es del todo original. En todo caso nunca niega de manera
absoluta la utilidad de algunas ideas que estos pensadores pueden
aportar, sino su carácter de alternativa superadora del pensamiento de
los que ellos laman “la modernidad”.
Una cuestión que resulta muy llamativa es la crítica que
realizas a Foucault por su ambigüedad y falta de método. Generalmente a
Foucault se le tiene como todo un referente intelectual que traspasa los
límites de la posmodernidad
El tratamiento de Foucault es mucho mas matizado y a la vez más
amplio que el que se hace de todos los pensadores posmodernos que
aparecen en el libro, porque me parece indudable que el intelectual
francés sí ha aportado desarrollos interesantes para los historiadores,
quizás más sugerentes que rigurosos. Por eso la crítica incluye esos
matices positivos (cosa que apenas aparece por ejemplo en Derrida,
Deleuze o Laclau).
En todo caso, su falta de sistema propio, la
variabilidad de sus posiciones teóricas y coqueteos intelectuales, la
arbitrariedad de sus construcciones históricas (o, como preferiría decir
él, genealógicas), el uso injustificado que hace de determinados
conceptos, la debilidad de su noción de “poder”, etc., son cosas bien
sabidas, que a menudo el propio Foucault reconoce a su manera.
No sé si
es justo decir, como hacía Thompson, que Foucault es “un fraude” o que,
como apunta Ginzburg, “no es mas que a nota a pie de página de
Nietzsche”, pero sí comparto con ellos -y con otros muchos- que está
claramente sobrevalorado.
¿La función crea el órgano? ¿A pesar del rechazo de las
teorías posmodernas ha de admitirse que son la consecuencia lógica de
vivir inmersos en la posmodernidad?
Aunque una parte del diagnostico que hacen de las nuevas realidades
pueda estar justificado, no comparto su aserto radical de que asistimos a
un “cambio de época”, o de la crisis terminal de la llamada
“modernidad”; del mismo modo que creo que no debe suscribirse, como si
de una obviedad se tratara, la idea de la caducidad inexorable de los
proyectos emancipadores, ni el relativismo extremo o el escepticismo que
niega la realidad material o la causalidad histórica.
Me parece difícil
suscribir que vivamos en un universo de pura contingencia, o que los
contextos sociales no condicionen o determinen los comportamientos
colectivos, y que estos deban entenderse como mera construcción del
lenguaje. Sí creo que el posmodernismo -que, por otra parte, es muy
diverso- responde a una etapa de crisis de las ideas críticas y los proyectos de la izquierda histórica,
pero lo nuevo no siempre es mejor que lo viejo; en este caso, no es una
respuesta creativa a esas viejas ideas al parecer superadas. Por el
contrario, ofrece esquemas bastante funcionales para el nuevo
capitalismo en su etapa neoliberal, o al menos inocuos para sus
intereses.
En tiempos de posverdad y subjetividad ¿No viene la realidad a
darle la razón al posmodernismo como método a través del que explicar
los agrupamientos identitarios y ciertos comportamientos políticos de
parte del electorado en muchos países?
Creo que el posmodernismo detecta procesos y síntomas reales (por
ejemplo, la diversificación de las contradicciones sociales y
culturales), pero elabora con ellos un diagnóstico equivocado
(el fin de las viejas contradicciones o la imposibilidad de entender la
historia como proceso unitario), y difunde una idea de ruptura (nueva
fase) sobredimensionada o errónea.
Las “nuevas identidades”, la
fragmentación de la clase obrera, la crisis de los proyectos
emancipadores, la terciarización de las economías desarrolladas y otras
cuestiones que podríamos añadir son procesos reales del nuevo
capitalismo, pero no significan ni el fin del capitalismo en sí ni, en
sentido estricto, de la “modernidad”, como se dice. Esa obsesión por los “post” tiene algo de marketing y ruido mediático y no pocas dosis de desviación del punto de mira y de enmascaramiento.
¿Ha cometido el posmodernismo errores de bulto de
interpretación de la realidad? ¿Peca de ser una corriente tan
influenciada por su occidentalismo como ella misma criticaba por el
ejemplo al marxismo?
Creo que el primer error es su diagnóstico general y su rechazo de la
herencia ilustrada, más allá de algunas críticas dignas de ser
consideradas a las contradicciones de esta herencia. El
antirracionalismo, el rechazo a la ciencia y a toda noción de verdad, el
escepticismo nihilista y el relativismo radical, el idealismo
pan-lingüístico extremo, nos conducen a callejones sin salida, aparte de
sus derivaciones político-sociales potencialmente reaccionarias. Es
cierto que Foucault o Derrida han sido calificados de eurocéntricos,
término que, en todo caso, conviene no usar de manera indiscriminada y
acrítica.
El posmodernismo occidental ha suscitado réplicas desde
posiciones que a veces, desgraciadamente, no defienden una racionalidad
crítica alternativa, sino posturas místicas (por ejemplo indigenistas),
anti-racionalistas y contrarias a la ciencia, a la que califican sin
matices -creo que erróneamente- de producto “eurocéntrico”.
En
particular, el escepticismo radical sobre la posibilidad de comprender
racionalmente el mundo tiene consecuencias objetivamente reaccionarias y
desmovilizadoras (más allá de las intenciones de quienes lo formulan),
pues nos impide actuar coherentemente sobre la realidad y nos condena a
asumir lo existente o a rechazarlo desde posiciones meramente
psicologistas, eticistas o de un voluntarismo extremo.
¿Qué aportes parciales podemos salvar del posmodernismo?
Quizás lo mas salvable -aunque no exactamente de la manera en que
estos autores lo plantean-, es la crítica a las teologías del progreso y
a ciertas visiones mecanicistas, y una cierta sensibilidad para
percibir síntomas que luego son indebidamente diagnosticados, pero que
merecen atención. En el campo historiográfico, muchos estudios que
utilizan referentes de estos autores o algunas corrientes especialmente
influidas por ellos (los estudios culturales o poscoloniales, la nueva
historia cultural, una parte de los estudios de género) han hecho
aportaciones útiles, incluso muy relevantes.
Esto es tanto más cierto
cuando hablamos de un uso parcial y matizado de estas ideas y no de su presentación como alternativa completa
(como se hace por ejemplo, en la llamada “historia postsocial”). Creo
que cabe separar y rescatar esos avances de los planteamientos generales
del posmodernismo. Con respeto a la revalorización del campo de lo
simbólico o de la subjetividad, no creo que se puedan reducir o incluso
atribuir preferentemente al posmodernismo.
Una concepción materialista
como la que se defiende en este libro debe recoger e incorporar estos
elementos a una visión más rica y totalizadora, pero desligándolos
precisamente de la visión posmoderna u otros reduccionismos e
idealismos; por ejemplo, evitando que el análisis histórico de los
elementos simbólicos sustituya o subsuma las realidades materiales, o
que la incorporación de la subjetividad (la visión “emic”, las emociones
y sentimientos) olvide el nexo social y nos presente a sujetos
individuales absurdamente desligados de su vínculo social, lo que Marx
llamaba “robinsonadas”; o que, por ejemplo, el reconocimiento del papel
de la retórica y el discurso en la construcción de los sujetos y la
acción colectiva desemboque en la visión idealista de un lenguaje que
funciona como “deus ex machina”, con lógica propia y desligado de los
intereses y estrategias sociales.
Señalas una dicotomía y un enfrentamiento del posmodernismo
con la escuela marxista ¿Hasta que punto son incompatibles? ¿Se puede
ser marxista y posmodernista o es una concomitancia imposible más allá
de ciertas influencias?
No hay realmente una “escuela marxista” (el marxismo siempre ha sido
tremendamente plural) y en realidad tampoco un Posmodernismo
absolutamente homogéneo. Claro que se han dado y se dan “maridajes” e
“hibridaciones” múltiples, tanto en lo teórico (por ejemplo, entre
marxismo y foucaultismo) como en la labor práctica de muchos de los
historiadores, que suelen ser bastante eclécticos.
Pero, en algunos
aspectos claves, me parece que existe una clara incompatibilidad
entre cualquier marxismo que se precie y el posmodernismo, cualquiera
que sea la holgura con la que se lo defina: racionalismo frente
a irracionalismo; visión totalizadora frente fragmentariedad;
dialéctica frente a “diferencia” irreductible; determinación frente a
aleatoriedad y contingencia; historicidad frente a deshistorización,
etc. etc.).
Parece ser que se ha impuesto la posverdad en las sociedades
occidentales ¿Eso cómo afecta a la escrituración de la historia? ¿Cómo
combatirlo?
La pomposamente denominada “posverdad” no me parece que represente,
en sí, nada nuevo: tergiversar deliberadamente la realidad histórica y
utilizar la mentira para determinados fines apelando a las emociones
tiene ya una amplia tradición; incluso, lo de negar relevancia en sí a
la verdad y su supeditación a la apariencia. ¿Cómo, si no, sobre la base
de falsedades, se han justificado a lo largo de la historia tantas
declaraciones de guerra, o las persecuciones a minorías, por ejemplo? El
tema de la “mentira política”, incluso de su conveniencia, es ya
clásico en la filosofía (al menos desde Platón) o la politología
(piénsese en las reflexiones de Hannah Arendt).
Quizás lo único nuevo es
la capacidad casi infinita para difundir las mentiras a través del
“ruido” generado en las nuevas redes sociales, que envuelven cada vez
más en brumas los límites entre lo verdadero de lo falso y que generan
desinformación sobre la base del “exceso de información”. Sería injusto
atribuir al posmodernismo la admisión o el elogio de la difusión de
“fakenews”, por ejemplo, pero sí hay elementos en la perspectiva
posmoderna que contribuyen a crear un clima favorable: los ataques a la
razón, el relativismo y la tendencia a no diferenciar realidad y
ficción, o la apelación a las emociones como forma de generar vínculos
políticos colectivos.
¿Está la universidad preparada para formar estudiantes que
puedan formarse teórica y metodológicamente sobre estas cuestiones? En
definitiva ¿Enseña la universidad a pensar o reflexionar sobre asuntos
trascendentes para la ciencia, la sociedad y el individuo?
Desde la universidad que yo conocí como estudiante o cuando me
incorporé a ella, las cosas han cambiado mucho. Por ejemplo, en mi
gremio, el de los historiadores, el nivel de competencia profesional, de
apertura al mundo exterior, es hoy comparable al de otros países de
nuestro entorno, no desmerece en absoluto.
Otra cosa distinta son los
planes de estudio, que no fomentan particularmente, por ejemplo, el
acceso por parte de los estudiantes a los conocimientos o los métodos de
otras disciplinas (Sociología, Antropología, etc.). La retórica de la
interdisciplinariedad choca con esa realidad limitativa. Esto se palía
en parte con el papel que desempeñan los másters, pero sigue
predominando, en la formación básica de los estudiantes, una visión
disciplinar demasiado cerrada, que luego quienes optan por la
investigación deben, obviamente, superar.
Entrando en el marxismo, Marx señaló la importancia de la
intervención en la sociedad frente a la interpretación de la misma con
el objetivo de transformar la realidad. Las facultades de historia,
marxistas o no, parecen tener poco interés por transformar la sociedad y
menos por interpretarla ¿Están le han dado los historiadores la espalda
al mundo?
Yo creo que es precisamente uno de los signos de la impronta
posmoderna, aunque no solo de ella. Los posmodernos no creen que la
Historia nos ofrezca instrumentos útiles para analizar críticamente el
presente y actuar sobre él; en muchos casos, incluso se cuestionan la
necesidad de la Historia como tal (Keith Jenkins habla de una futura
sociedad “sin Historia”, que no se moleste en “historizar el pasado”).
La universidad es parte de la sociedad, y si ésta última se encuentra
relativamente desmovilizada y desideologizada, ¿cabe pensar que eso no
afecte a la universidad? Con todo, en esta universidad, quizás
mayoritariamente conformista en lo político-social y entregada al saber
erudito o profesional sin cuestionarse en exceso su función social, existen focos de pensamiento crítico bastante más amplios de que una visión superficial nos puede hacer pensar.
¿Se corre (cierto) riesgo de reducir la historia a un mero saber erudito?
Dejando claro que la buena erudición y el adecuado andamiaje
metodológico son fundamentales para elaborar una Historia crítica, lo
que sí creo que predomina entre los historiadores es un cierto sentido gremial que tiende a eludir los debates y las controversias de fondo,
en una especie de tolerancia y “fair play” mal entendidos. Creo que se
pueden y deben definir posiciones -como modestamente quiere hacer este
libro- y a la vez reconocer el valor del trabajo de quienes no las
comparten.
Te expongo la siguiente frase: Marx es un autor al que lo han
leído muchas menos personas de las que lo presumen y de las que lo han
leído, una gran parte no se ha enterado de gran cosa.
Creo que
es verdad lo que dices, aunque ahora ni siquiera esté de moda citar a
Marx ni presumir de haberlo leído, salvo para emitir un desdeñoso juicio
de distanciamiento o condescendencia; es más frecuente (a la vez que
respetable e “historiográficamente correcto”) encontrar, en los índices
onomásticos de los libros o en las notas a pie de página, nombres como
Geertz, Bourdieu, Hayden White, Ricoeur o Foucault. Cabe destacar, en
todo caso, que no pocos historiadores no marxistas siguen reivindicando
la utilidad de Marx, incluso muchos que piensan que el marxismo debe
purgar su vinculación a proyectos políticos y experiencias históricas
que les desagradan.
Por supuesto que hay que leer (o releer) a Marx, pero yo recomendaría sobre todo empezar por leer a tantos marxistas actuales, ortodoxos o heterodoxos
que han estado y están planteando en las últimas décadas reflexiones
verdaderamente importantes para comprender el mundo y las sociedades
actuales y pasados (Friedric Jameson, Terry Eagleton, Daniel Bensaïd,
Ellen M. Wood, Robert Brenner, David Harvey, Georges Dumenil, Domenico
Losurdo, Alex Callinicos, Erik Olin Wright, Heidi Hartmann, Perry
Anderson, Silvia Federici, etc. etc.). Pese a la crisis y el retroceso
de las últimas décadas, el pensamiento marxista o marxistizante ha seguido vivo.
Hobsbwam y Thompson se erigen como los principales referentes
de la historiografia marxista. Haces hincapié en lo que ambos autores
pueden aportar al estudio de la historia y las sociedades, sin embargo…
¿Lo aportan realmente?
Hobsbawm y Thompson, como exponentes destacados de la historiografía marxista británica, son referentes fundamentales
aún hoy de un tipo de Historia social crítica y abierta a lo cultural.
Los planteamientos de ambos tienen puntos de conexión, pero también
diferencias que sería largo explicar. Los dos escriben con un pulso
literario verdaderamente rico y atractivo. Su influencia es amplia
(Thompson es el más citado en la segunda mitad del siglo XX y Hobsbawm
probablemente el más traducido y parece que uno de los más leídos). Pero
su huella evidente, que va mas allá de la disciplina histórica, no supone que sus posiciones historiográficas sean hegemónicas.
El “modelo” thompsoniano de la formación de la clase obrera
y algunos de las nociones que utiliza (como las de “experiencia” o
“economía moral”) sí han ejercido un amplio influjo, aunque a menudo más
superficial que profundo. En el caso de Hobsbawm, la influencia se
refiere, más que a su planteamiento general marxista, al abordaje de
temas o campos concretos (nacionalismos, bandolerismo social, protestas
primitivas, etc.), o a sus sugestivas y diestramente construidas obras
de síntesis, como la Historia del Siglo XX.
Ambos proporcionan mimbres y sugerencias útiles para la posible reconstrucción de una historia marxista en el siglo XXI,
pero junto con otras muchas, y en modo alguno podemos erigirlos como
cánones directamente reproducibles, y sus aportaciones no deben ser
sacralizadas.
Viene muy a cuento la siguiente anécdota: una vez me tacharon
los planteamientos de Thompson sobre el concepto de clase como
categoría histórica y el término de experiencia como planteamientos
posmodernos.
Una caracterización así podría provenir de alguien a quien “le suene”
Thompson sin haberlo leído y que participe de una visión dogmática o
mecánica, propia de un cierto marxismo trasnochado. Thompson no comparte
en absoluto los postulados del posmodernismo, salvo que por tal se
entienda -lo cual es bastante absurdo- subrayar la importancia de los
factores culturales u otorgar un papel importante a la acción social
humana frente a la “determinación estructural”. ¿Cómo calificar de
posmoderno a quien siguió hasta el final manifestando su repudio al
“subjetivismo de moda y al idealismo”, o que defendía “estudiar el
proceso social en su totalidad”?
La historiografía social española no ha logrado demasiado
éxito cuantitativo y sigue predominando lo que podemos definir como la
vieja historia, ni siquiera la posmoderna ha tenido un eco relevante
dentro de nuestras fronteras. Sin embargo esta circunstancia, más allá
de ocasionales lamentos no ha generado excesivas reacciones ¿Qué te
sugiere esta cuestión? ¿Se hace necesario un combate frente a la vieja
historia como el que se plantea frente a la posmodernidad?
No comparto que la historiografía española esté atrasada o al margen
de lo que se hace en otras historiografías. La batalla contra una
Historia tradicional y la incorporación de la renovación historiográfica del siglo XX ya se ha consumado plenamente,
y yo diría que con bastante éxito, al menos en lo que se refiere a la
Historia Contemporánea, que es la que mejor conozco. Paralelamente,
fueron llegando a nuestro país influencias posmodernas o corrientes y
tendencias que las incorporan. En esto como en otras cosas, España es
cada vez es menos “diferente”.
Los historiadores más relevantes de las últimas décadas, al
menos en contemporánea, no son para nada posmodernos. Los más peligrosos
como Pío Moa, tampoco.
La labor del llamado revisionismo afecta menos a la
investigación histórica propiamente dicha que a su difusión. Pío Moa es
simplemente un vulgarizador, en el peor sentido de la palabra. Estos
personajes ni suelen ser historiadores profesionales ni ejercitan métodos de investigación homologados por la Historia académica, como sucede también, por ejemplo, con María Elvira Roca Barea y su “best seller” Imperiofobia y leyenda negra. Sus
libros no son resultados de prácticas historiográficas legítimas más
allá de su intención conservadora o reaccionaria, sino de operaciones de marketing,
que responden a rearmes ideológicos de una nueva derecha agresiva y
autoritaria (el “aznarismo”, Vox y la actual deriva ultra de la derecha
conservadora).
La crítica historiográfica a los mismos resulta
relativamente fácil, incluso a productos algo más sofisticados (pienso
por ejemplo en los trabajos sobre la Segunda República o el Frente
popular español de Álvarez Tardío, Rey Reguillo y otros). Pero la
difusión es más difícil de controlar, porque responde a parámetros y a
voluntades que nada tienen que ver con la calidad. Tal vez los
historiadores mas críticos y rigurosos deberían plantearse combinar o
compaginar la investigación seria con una difusión amplia más eficaz.
Pero Moa o Roca Barea no son modelos para los nuevos historiadores. Me preocupan más las modas
entre los jóvenes investigadores, tan pulcramente formados en la
metodología y los procedimientos de la investigación y a veces carentes
de cautelas críticas (o de reservas ideológicas, incluso) que los pongan
a salvo de ciertas modas temáticas o tics teóricos, que les
ofrecen un reconocimiento gremial que útil en su carrera académica. Ahí
es donde el virus posmoderno tiene un amplio campo de posibilidades de
reproducirse, y citar a Judith Butler, Laclau o Clifford Geertz funciona
como una especie de rito de paso grupal.
Al final del libro apuestas por una historia con fuerte compromiso político y planteas la necesidad de “repolitizar la historia”
“Repolitizar la historia” en el sentido que lo planteo no es
utilizarla como arma arrojadiza o reducirla a la condición de arma de
combate en menoscabo del rigor de su construcción, sino ubicar la
disciplina donde siempre, consciente o inconscientemente, ha continuado
estando: en el terreno de la legitimación o la crítica de los sistemas
sociales y culturales.
Es recuperar la idea del valor de la Historia
para comprender el presente y atisbar el futuro, frente al rechazo
posmoderno de la utilidad de la disciplina y su consideración de la
misma como forma de arte o producto literario. En ese sentido,
“repolitizar la Historia” sí podría considerarse una consigna
anti-posmoderna.
¿Estas afirmaciones nos lleva a plantearnos el problema de la objetividad
Es, desde luego, un problema fundamental, pero abordarlo en
profundidad exigiría una nueva entrevista. Como ciencia humana o social,
obviamente, la Historia no nos proporciona certezas equivalentes a las
de las ciencias naturales, porque el historiador está personal y
socialmente implicado en los procesos históricos que analiza (no sucede
lo mismo con las reacciones químicas o los procesos físicos).
Pero eso
no significa que, como dirían los posmodernos, cualquier visión del
pasado sea igualmente legítima, o que la práctica de los historiadores
se sitúe al mismo nivel que las de cualquier otro mecanismo de acceso al
pasado (por ejemplo, no es lo mismo Historia que Memoria). Además de
los principios deontológicos y éticos del historiador, existen
mecanismos de depuración de las fuentes, criterios heurísticos y
principios metodológicos que nos permiten reconstruir con rigor los
datos y por ende, con los pertinentes matices, los procesos. Los propios
controles gremiales actúan como filtros, teóricamente separando la mena
de la ganga, pero por supuesto con la interferencia inevitable de
intereses sociales. Pero, obviamente, la cuestión es compleja."
(Entrevista al historiador asturiano Francisco Erice sobre su libro ‘En defensa de la razón. Contribución a la crítica
del posmodernismo’.Héctor gonzález, Nortes, 08/05/20)
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