"La primera vez que tuve contacto con los casinos de Estados Unidos fue
una temporada en la que viajaba frecuentemente entre Nueva York y Boston
en los míticos autobuses Greyhound. (...)
Durante aquellos meses oí muchas historias inverosímiles, compartí
comida, chistes y tristezas, me reí y me juré no volver a montar en un
Greyhound en mi vida. Las gentes que viajan en Greyhound son en general
pobres de solemnidad en un país obscenamente rico, pero, entre New Haven
(Conneticut) y Providence (Rhode Island), la pobreza habitual se hacía
más abyecta y desesperada, porque el autobús se desviaba por una
carretera comarcal para hacer una parada en el casino Mohegan Sun.
Entre
los clientes de ese casino había señoras afroamericanas de edad con
respiradores de oxígeno, jubilados en busca de suerte o de un suplemento
para la pensión, mujeres solteras en busca de emociones fuertes, toda
una gama de personajes marginales que contrastaba con el rutilante
decorado de neones y pantallas gigantes del casino al que iban a probar
suerte o a aliviarse de la alienación de sus vidas.
Entre ellos,
recuerdo con especial cariño a un compañero peruano, la memoria sólo me
devuelve imágenes sueltas, algunas frases: que acababa de salir de una
de las muchas prisiones privadas, que lo habían echado de su casa, que
compartimos un cartón de vino a escondidas en el autobús, que nos reímos
de los gringos en español, que cuando se bajó en el casino con sus
últimos dólares le di uno de esos abrazos que se dan cuando uno no tiene
más que calor humano para compartir, que le deseé suerte sabiendo que
para los condenados de la tierra la suerte está echada, que, cuando
desapareció tras las puertas del casino, el vino agrio supo también a
melancolía e impotencia. (...)
La segunda vez que tuve contacto con los casinos fue en Detroit... Precisamente para paliar la miseria y el racismo un alcalde de Detroit
tuvo la feliz idea de crear una zona de exención legal e invitar a los
casinos MGM (la competencia de Sheldon Adelson) a instalarse en la
ciudad.
Allí volví a ver a las mismas señoras afroamericanas con los
respiradores asistidos de oxígeno, la misma gente con diabetes 2 en
silla de ruedas, el mismo olor a tabaco pegado como una lapa a la
moqueta, la misma obesidad mórbida producto de la pobreza y la mala
alimentación. Los casinos de Detroit sólo han servido para hacer a la
gente pobre más pobre y para profundizar la segregación racial.(...)
Pero los casinos de Detroit, el Mohegan Sun, son sólo una pálida
sombra del monstruo original, Las Vegas. Y sí, no voy a ser hipócrita,
claro que a todo el mundo le atrae ir a Las Vegas, una ciudad llena de
mitos e íconos, empezando por Bugsy, ese gangster demente al que se le
ocurrió plantar un casino en medio del desierto para que las estrellas
de Hollywood pudieran desmadrarse y del que ya sólo queda una placa en
un rincón de los jardines del Hotel Flamingo.
En el strip de Las Vegas
sólo se ven las luces y el espectáculo, la miseria está en otra parte.
Lo que si se ven son miles de adultos actuando como los adolescentes que
fueron o quisieron ser, vagando de casino en casino, haciendo todo lo
que no se puede hacer en las puritanas ciudades de las que vienen:
bebiendo por la calle en gigantescas probetas de plástico, cantando
borrachos en un karaoke, jugando al Black Jack, comiendo desaforadamente
en uno de los múltiples buffets con comida plástica de diarrea
asegurada, buscando sexo en un ascensor, inhalando “cristal”, una droga
que aparentemente te permite jugar 48 horas sin dormir…
Las
Vegas es incomprensible sin la alienación estructural y diaria a la que
son sometidos la mayoría de los americanos en su vida, vendemos nuestra
fuerza de trabajo todos los días del año, para poder pasar dos o tres
días en esta discoteca/burdel en medio del desierto, sublimando la
represión que producen las autopistas de cinco carriles, la oficina o
las restrictivas leyes del alcohol.
Nada más conmovedor y melancólico
que un grupo de secretarias de Wisconsin que ahorran todo el año para
pasar un fin de semana en Las Vegas, un dentista de Nebraska borracho o
una familia de clase media cuyo hijo dice, “papá, papá vamos a Venecia
que venimos de París y así ya no tenemos que ir a Europa de dónde
vinieron los abuelos”.
Pero no nos pongamos sentimentales ni
moralistas, en Las Vegas sólo hay un dios: el dinero. La ciudad es la
reducción de todas las relaciones interpersonales al equivalente
universal del intercambio.
Las Vegas agarra a sus visitantes de los
tobillos, los pone bocabajo y les vacía los bolsillos; tarde o temprano
el vampiro encuentra algún deseo oculto, un espectáculo, un anhelo, una
comida, un vestido (últimamente las boutiques de lujo han abierto millas
de tiendas en el strip). Los casinos, las tiendas de lujo, los
restaurantes y los bares son vasos comunicantes que reparten dinero en
un sitio y te lo quitan con creces en otro, la ciudad es un cuerpo sin
órganos por cuyas venas corre dinero las 24 horas.
“What happens in
Vegas stays in Vegas” (lo que pasa en Las Vegas se queda en Las Vegas)
dicen, pero lo único que se queda en Las Vegas de verdad es nuestro
dinero en el bolsillo de magnates como Adelson, por eso en los casinos
de Las Vegas no hay relojes, el único tiempo es el tiempo de la
plusvalía, aquello de la jornada laboral de Marx ha sido pulverizado, el
tiempo de la acumulación de capital y la explotación es siempre ahora,
no tiene límites. (...)
Esta penetración del capitalismo en su fase más avanzaba suplantaba el vínculo social por un espectáculo en el que la simulación de la realidad, sus imágenes, sustituían a la realidad y a sus referentes materiales. Observando el funcionamiento de Las Vegas hoy sólo puedo decir que las predicciones de los situacionistas se han quedado trágicamente cortas.
Las Vegas ha abolido las cosas y las ha sustituido por mercancías, ha sepultado a los seres humanos y a la realidad bajo el destello siniestro de las imágenes y sus simulaciones. Un ejemplo sólo: sentado en un café de Las Vegas, en el sótano de un casino, apuro una cerveza mientras una mujer con aires hippies toca con una guitarra acústica, bajo un árbol de metal adornado con luces, “Me and Bobby McGee” de Janis Joplin.
La escena tiene un aire funeral porque Las Vegas ha sustituido la luz del sol, el árbol, las hojas, la savia, la rabia y el talento de la música de Janis Joplin y las ha transformado en un espectáculo vacío, en una mercancía para consumir y tirar." (Rebelión, 14/09/2012,Luis Martín-Cabrera)
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