"(...) «Lo único
que conocemos del nazismo por la literatura y el cine es la Shoah, la
matanza de judíos. Pero el ideario nacionalsocialista estaba formado por
muchos elementos más que hoy se desconocen y que han acabado
hibridándose con el capitalismo tecnológico. Hoy los asumimos como
rasgos básicos del mundo actual y, sin embargo, proceden de la Alemania
nazi», explica el profesor de la Universidad Carlos III de Madrid José Manuel Querol.
Ese legado
asoma en las campañas políticas, en los anuncios, en los discursos… Los
nazis convirtieron la política en espectáculo, descubrieron el impacto
de los mensajes cortos y la importancia de que un artista disparara las
fotos del líder. Ellos, según Querol, sentaron las bases de la
comunicación política y comercial del resto del siglo XX y el XXI.
En el
‘Yes, We Can’ de Obama hay mucho de lo que ya hiciera el jefe de
propaganda nazi, Joseph Goebbels, para enamorar a las masas. La
diferencia es, sobre todo, tecnológica. En los años 30 no existían
Flickr, Facebook, Twitter o YouTube. Los historiadores, dice Querol, han
olvidado la faceta estética de estos dos regímenes totalitarios.
«El
fascismo es la política convertida en escenografía, en estética de
fuerza y poder mientras que la economía dirigista, el nacionalismo y los
demás rasgos que le asignan los politólogos e historiadores son más
procedimientos o estrategias que finalidades», expone el investigador en
su libro Postfascismos. El lado oscuro de la democracia.
A
principios del siglo XX nació la comunicación de masas. Las grandes
rotativas, el magnetófono, la radio y la televisión hicieron que el
tamaño del público se multiplicara por millones. Un amigo íntimo de
Hitler se dio cuenta del potencial de que un mensaje volara con la
rapidez de la pólvora y se reprodujera como la peste.
Fue Joseph Goebbels,
«uno de los mayores expertos en dibujar mundos ficticios, inventar
“ataques defensivos” y generar un modelo de propaganda política que
luego se ha filtrado en todos los aparatos de propaganda política
(democráticos o no) y en todas las divisiones de marketing de todas las
empresas», escribe Querol.
«El genio maléfico que corrompió la inventio
retórica se llamó Joseph Goebbels: el mayor demagogo de Occidente y
probablemente el personaje con menos escrúpulos de la historia, pero
también el maestro de facto de cualquier político de nuestras
democracias occidentales y de los de otros regímenes menos
democráticos».
Goebbels
era un tipo de cara afilada y paso asimétrico. Una osteomielitis en la
infancia le había dejado una pierna más corta que otra, aunque él nunca
lo explicó así. A pesar de no haber pisado jamás un campo de batalla, en
sus discursos decía que lo hirieron en las trincheras de la Primera
Guerra Mundial.
Este ferviente antisemita estudió Historia y Literatura,
y no se le dio mal. Fue el alumno más brillante de su promoción. Empezó
a trabajar como periodista y, a la vez, escribía novelas y obras de
teatro. Pero su ambición literaria fracasó y en 1933 acabó dirigiendo el
Ministerio de la Propaganda y la Ilustración Pública.
Desde allí
afinó el arte de la demagogia. El ministro creó una red de informadores
que salían a la calle a escuchar y anotar las quejas y deseos de los
ciudadanos. Daba igual lo que dijesen. Fuera lo que fuera acabaría en
los discursos de Goebbels para enamorar a las masas. El dirigente nazi
también supo sacar ventajas de la tecnología. Redujo el precio de los
aparatos de radio con el fin de que todos los alemanes pudiesen adquirir
uno y escuchar sus discursos.
Goebbels
compró periódicos y periodistas. Además, según Querol, inventó las notas
de prensa. El dirigente aprovechaba que muchos medios no podían enviar a
sus periodistas a buscar noticias y, ante ese vacío, el ministerio
suministraba comunicados que acababan llenando las páginas de sus
publicaciones. El formato resultó muy eficaz y dejó una estela de la que
nadie recuerda el origen. Hoy las notas de prensa de organismos
oficiales y sobre todo empresas privadas inundan los buzones de correo
de las redacciones.
«Los
famosos principios de propaganda de Goebbels se siguen utilizando en la
comunicación política y comercial de Occidente. Han sido asimilados por
las sociedades democráticas y han olvidado quién fue el primero en
llevarlas a cabo porque siguen siendo muy eficaces», indica Querol en
una cafetería en el centro de Madrid.
El
ministro alemán aseguraba que la propaganda era más efectiva si era
pronunciada por líderes de prestigio. Eso mismo se hace hoy en la
política y en la publicidad. Las marcas buscan constantemente
‘embajadores de marca’ para dar más credibilidad a sus mensajes. Además,
Goebbels supo reconocer la efectividad de los eslóganes, los mensajes
cortos y las etiquetas.
«Decía que
todos los mensajes tenían que ser lo suficientemente claros y rápidos
de asimilar para que todas las personas, incluidas las más incultas,
pudieran entenderlo sin dificultad», especifica el profesor de
Literatura comparada. Esos lemas incluyen a menudo una ambigüedad que
hace que valgan para muchas personas a la vez. «Muchos políticos hablan
del ‘cambio’. ¿Cambiar a qué? Nadie especifica qué va a cambiar. O de la
‘igualdad’, el ‘progreso’, el ‘Yes, we can’, ‘Podemos’, ‘Ganemos’… Son
absolutamente genéricos».
José
Manuel Querol indica que la propaganda nazi «simplificaba al máximo al
enemigo». Occidente hace hoy lo mismo con el Islam. «Los políticos y los
medios ofrecen una imagen de los musulmanes como si fueran un bloque
compacto, como si los bosnios, los yemeníes y los marroquíes pensaran
igual».
Los
gobiernos occidentales también han aprendido el llamado ‘principio de
verosimilitud’ que usó Goebbels. «Usan distintas fuentes de origen para
una misma noticia porque da la sensación de veracidad. Además, lanzan
globos sonda y piden a sus medios afines que silencien las noticias
indeseadas».
Goebbels
«fue un artista en manipular el lenguaje y cambiar el nombre de las
cosas», según Querol. «La manipulación lingüística en la Alemania nazi
vació la semántica de términos terribles y realidades aún peores. Era un
nuevo orden y construyó una nueva lengua».
El filólogo de origen judío Victor Klemperer recogió en su libro La lengua del Tercer Reich
(1947) el nuevo mundo que Hitler intentó construir mediante eufemismos,
neologismo y palabras utilizadas con un significado distinto al suyo.
Eso ocurrió, por ejemplo, el 8 de noviembre de 1923. Hitler, que ya era
jefe del Partido Obrero Nacional-Socialista de Alemania, acudió junto a
varios miembros de la sección de asalto (SA) al discurso que daba el
gobernador de Baviera en la cervecería Bürgerbrükeller.
Los
hombres de la SA bloquearon las puertas. Hitler entró, disparó al techo,
se subió a una silla y gritó: «¡La revolución nacional ha comenzado!».
Ese acontecimiento fue un «levantamiento», un «motín», una «disidencia».
Había decenas de formas de decirlo en alemán pero el Führer lo perpetuó
como «Röhmrevolte», la «Revuelta de Röhm» para darle un carácter más
popular. El lenguaje, decía el filólogo alemán, no es inocente. Crea y
piensa por ti.
Este uso
del lenguaje para no llamar a las cosas por su nombre sigue siendo
habitual en las sociedades occidentales. El gobierno de Rajoy nunca dijo
que iba a reducir los presupuestos. Lo llamaba «reformas estructurales
necesarias». La «fuga de cerebros» que se produjo cuando miles de
científicos, profesionales y jóvenes con una buena formación académica
tuvieron que emigrar para buscar trabajo la convirtió en «movilidad
exterior».
Tampoco utilizaban la palabra «desahucio». Era mejor decir
«procedimiento de ejecución hipotecaria». Y algo como la «recesión
económica» se convirtió en un «crecimiento negativo».
Incluso
utilizamos expresiones tan contradictorias como «fascismo democrático»,
«fascismo suave», «monarquía representativa» o «monarquía democrática»,
según Querol. ¿Puede realmente una monarquía ser democrática si la
monarquía es una imposición y la democracia es un gobierno elegido por
el pueblo? «Para sostener un modelo utilizamos términos con significados
distintos al suyo. Utilizamos adjetivos vacíos. Usamos las palabras
para justificar cualquier cosa».
El uso
sibilino del lenguaje es también un asunto de sonoridad. Querol cuenta
en su libro que Gary Palmer, en su Lingüística cultural (1996), relata
cómo Bush, en sus mensajes por la radio durante la Guerra del Golfo,
hacía ambiguo el sonido de la /d/ para que pareciera una /t/ y convertir
así a ‘Sadam’ en ‘Satán’.
La
elección de las palabras es decisiva para el éxito del mensaje. Querol
destaca el acierto de Podemos al escoger el término ‘casta’ «porque todo
el mundo la entiende. Es una palabra que se empleaba mucho en los años
30 y después dejó de escucharse.
También se hablaba entonces de
‘plutocracia’, por ejemplo, pero si hubiesen escogido hoy esta palabra
les hubiese costado más llegar a la población. Pocas personas saben que
significa ‘gobierno de los ricos’. Hay que medir muy bien las palabras.
Si no se entienden, no funcionan».
Querol escribió Postfascismos
para buscar respuesta a una pregunta. «El planteamiento del libro es
intentar descubrir si había quedado algo del fascismo y el nazismo en
nuestras sociedades. Al ver películas de la Segunda Guerra Mundial, uno
tiene la sensación de que algo está pasando», indicó Querol en la
presentación de su obra en la librería Enclave, en Madrid.
«El nazismo
inauguró la estetización de la política y desde entonces siempre ha sido
así. Nadie lee los programas de los partidos. Lo que hacemos es ver
imágenes de los candidatos en periódicos y televisión. Los escuchamos
por la radio. La política se ha convertido en escenografía». Y el
primero en hacerlo, según el investigador, fue Hitler.
El Führer
asumió el papel de actor y modelo en su obsesión por enardecer a las
masas. Querol relata que Hitler y Heinrich Hoffman utilizaban la pequeña
tienda del fotógrafo en Munich para retratar al líder con más empeño
artístico que informativo. Ahí ensayaban sus gestos operísticos, sus
discursos, sus poses y unas representaciones que, al final, tenían más
de espectáculo que de política. «Hitler llegó a decir que la masa era
femenina y que solo entendía la emoción y el terror. En las fotos quería
gustar a las mujeres».
¡Glub!
Escuchar esto provocó un repentino gesto de repulsión en la periodista
que escucha, en un café tranquilo abierto a la calle, una tarde de
primavera, tomando notas y un té. El profesor se dio cuenta y aclaró,
inmediatamente, con un gran énfasis:
–Sí, sí.
Ahora, con lo que sabemos que hizo Hitler, nos parece horroroso, pero en
aquella época resultaba muy atractivo. A las mujeres les gustaba mucho.
Hitler no
fue el único en tener un fotógrafo personal. Obama, por ejemplo, también
ha tenido el suyo. Pete Souza ha ido construyendo durante estos años la
imagen cercana, impecable y actual del presidente de EE UU.
–La
estrategia de comunicación de Obama en las elecciones que lo llevaron a
la Casa Blanca se calificó de novedosa y ejemplar. ¿En comparación con
las técnicas que utilizó Goebbels era realmente tan distinta o fue más
una innovación tecnológica basada en utilizar nuevos canales, como las
redes sociales?
–Todo el
aparato propagandístico que envuelve las elecciones norteamericanas, ya
sean del partido Demócrata o del Republicano, desde el final de la
Segunda Guerra Mundial, y especialmente desde la Guerra de Vietnam,
ponen en práctica todas las estrategias goebbelsianas.
La construcción
de la propaganda norteamericana es mucho más compleja, porque alcanza,
incluso de modo inconsciente, a todas las manifestaciones sociológicas y
culturales que salen de allí. La imagen imperial, la construcción del
American Way of Life y el patrón de la libertad entendida al modo de
aquel viejo principio del ‘Destino manifiesto’ se filtran en el cine
(incluso en el más independiente), en las letras de las canciones, en el
desarrollo urbanístico de Europa, en las hamburgueserías y en todas
partes.
Obama construye su discurso con fórmulas goebbelsianas, pero
también lo hacía Sarah Palin, del Tea Party, y todos los demás. También
lo hacen aquí, en Francia… Evidentemente Obama es alumno de Goebbels,
pero ni siquiera podríamos acusarle de haberlo leído.
Quizás lo ha leído
su director de campaña, pero no más que los de los otros candidatos o
los de cualquier departamento de marketing de cualquiera que venda algo.
Esa es la trampa del ministro de propaganda del Reich, la universalidad
de sus principios para el engaño, y su validez para cualquier cosa que
se construya con la mercantilización de las relaciones humanas, desde la
política hasta las relaciones interpersonales.
Goebbels puede servir
hasta para ligar. A fin de cuentas sus principios son los principios del
engaño, del enmascaramiento, de la seducción no por la calidad, sino
por la imagen alterada de la realidad y de las necesidades de un pueblo o
de una persona. Y en este mundo en el que el ciudadano ha sido
convertido en consumidor, estas técnicas encajan a la perfección.
–El
lenguaje políticamente correcto trata de evitar la ofensa, pero, a la
vez, es una construcción impuesta por el poder, una limitación a la
libertad de expresión y, además, no se ha demostrado que modificar el
lenguaje modifique una conducta.
–Lo que
nos hace violentos o machistas, en realidad, es un comportamiento. Pero
con este lenguaje queremos construir un mundo que no nos manche. Esto es
también una herencia del nazismo. El lenguaje políticamente correcto
refleja un mundo que no es real. Es una forma de embalsamar y camuflar
la realidad. Es llamar ‘Operación tormenta del desierto’ al bombardeo de
la población iraquí.
–Habitualmente se atribuye el origen del actual culto al cuerpo al nazismo. ¿Es así?
–Los nazis
promovieron la musculación y el cuidado del cuerpo. Tomaron como
referencia los cánones clásicos pero solo tomaron una parte de la
ecuación. Los romanos decían:Mens sana in corpore sano (mente
sana en cuerpo sano) pero a los nazis solo le interesaba el cuerpo.
Es
una perversión del modelo de atleta griego. Es una estética de fuerza y
poder. Hoy continuamos con esa obsesión por el cuerpo porque asociamos
esta estética al éxito social.
–También dicen que las raíces del actual mito de la juventud está en el fascismo italiano.
–Al
fascismo le interesaban los jóvenes porque son los mejores para ir a la
guerra. A esa edad están más interesados en actuar que en pensar. Son
los que hacen las revoluciones.
Dice
Querol en su libro que «la palabra es el poder absoluto en Occidente.
Todo nuestro mundo gira en torno a ella.
Es el petróleo occidental,
puesto que la palabra es la que en Europa y en Estados Unidos nos lleva a
la guerra o a la paz, hunde economías o las levanta, y otorga el poder a
una facción política o a otra.
Solo hace falta saber usar las palabras y
construir un fin para ellas en vez de servirse de su fin natural. No se
trata ya de entender el mundo (…) sino de alterar las relaciones entre
significante y significado, entre referente y signo lingüístico, para
confundir, para conmover, para seducir y conservar el poder».
Pero,
según el profesor, los ciudadanos aún pueden hacer algo frente al uso
perverso que los poderes fácticos hacen del lenguaje: llamar a las cosas
por su nombre. «Debemos recuperar el significado de las palabras.
Si no
llamamos al hambre ‘hambre’, a la guerra ‘guerra’ y a la injusticia
‘injusticia’, estaremos creando un mundo virtual. No podemos actuar en
un mundo que no es real. Para poder intervenir en la política y en
nuestra sociedad, lo primero que necesitamos es conocer la verdad». (Mar Abad, Yorokobu , Ssociólogos, 23/07/2015)
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