"Atribuirle el cambio climático al capitalismo no es precisamente el
pensamiento predominante, pero también ha dejado de ser un tabú. La
escritora y activista canadiense Naomi Klein ha contribuido a
popularizar las razones, pero ahora esta idea está teniendo eco en
círculos menos habituales. En agosto de 2018, un grupo de científicos finlandeses contratados por el secretario general de Naciones Unidas
advirtió de que el actual sistema económico no puede afrontar las
múltiples crisis sociales y ecológicas que se están desarrollando.
A
comienzos de este año, el vicepresidente de la mayor gestora de fondos
del mundo, BlackRock, admitió que ante el cambio climático “tenemos que
cambiar el capitalismo. Eso es lo que realmente está en juego”.
Es, sin duda, un avance positivo que cada vez más personas relacionen
nuestro sistema económico con la destrucción ecológica. Se presta mucha
menos atención, sin embargo, a los vínculos entre los aspectos
medioambientales y el militarismo y la seguridad.
Es una omisión
sorprendente dado el poder que detentan los militares y la forma
espectacular en que dicho poder ha aumentado en las últimas décadas. Si
tenemos en cuenta que el cambio climático va a aumentar de forma radical
la inestabilidad y la inseguridad, analizar el papel de los militares
en un mundo afectado por el cambio climático adquiere aún mayor
relevancia.
Porque mientras los políticos han demostrado ser incapaces de tomar
las decisiones necesarias para detener el agravamiento del cambio
climático, no han tenido dificultades en encontrar financiación para
exigencias de “seguridad”
El gasto militar mundial ascendió a 1,74 billones de dólares (1,53 billones de euros) en 2017,
equivalente a 230 dólares por cada habitante de la Tierra –y casi el
doble de lo que se ha invertido desde el final de la Guerra Fría–. Los
sucesos del 11 de septiembre en particular alimentaron una guerra
universal contra el “terror” y una oleada de gastos militares
prácticamente ilimitada.
Y a medida que los gobiernos gastaban más, a su
vez reforzaban el poder e influencia de las corporaciones militares
(como Lockheed Martin en EE. UU. e Indra en España) que ahora ayudan a
proyectar y redactar políticas en materia de seguridad en todo el mundo, lo cual les reporta mayores beneficios.
Naomi Klein ha llamado la atención sobre el “caso épico del momento histórico inoportuno”
de la revolución neoliberal mundial que ha alcanzado una lugar
dominante justo cuando necesitábamos una regulación corporativa y una
transición planificada hacia economías con bajas emisiones de carbono.
Yo diría que un caso igualmente importante de momento inoportuno ha sido
el descomunal crecimiento del complejo militar-defensivo-industrial
justo cuando las repercusiones del cambio climático se han hecho cada
vez más evidentes. Esto llevará con casi toda seguridad a que, en
respuesta al cambio climático, los militares adquieran un papel aún más
significativo –con consecuencias para todos nosotros–.
El puño escondido
Para comprender el poder de los militares hoy en día, es importante
trascender los presupuestos en constante aumento y las guerras
interminables (como la guerra en Afganistán, que lleva ya 17 años) para
ver el consenso creado de que, para mantenernos a salvo, necesitamos
cada vez más “seguridad” en todas partes.
Hoy en día, las grandes
empresas del sector armamentístico no solo venden armas, sino diversas
soluciones en materia de “seguridad”, desde cámaras de videovigilancia
en barrios urbanos a bases de datos biométricos para el almacenamiento
de huellas dactilares y hasta sistemas de radares de alta tecnología en
fronteras cada vez más militarizadas. Este mercado ha crecido de una
forma desmesurada: un cálculo modesto sugiere que, en 2022, la industria
de la seguridad nacional mundial valdrá 418.000 millones de dólares.
Algunos de los nuevos gigantes de la seguridad participan de forma
perversa tanto en la creación de inseguridad como en la provisión de
soluciones a la misma. Un informe elaborado por el Transnational Institute
en 2016, mostraba que tres de los fabricantes de armas europeos más
importantes que venden al norte de África y Oriente Medio –Finmecannica,
Thales y Airbus– también son algunos de los principales adjudicatarios
de los contratos para militarizar las fronteras de la UE.
En otras
palabras, se benefician por partida doble –primero de alimentar las
guerras que generan refugiados y después de proporcionar la tecnología e
infraestructuras que impiden a los refugiados encontrar un lugar
seguro–.
Por lo tanto, es artificial definir el militarismo como algo
relacionado únicamente con las guerras en el extranjero, pues también
concierne a las respuestas cada vez más militarizadas en el ámbito
nacional –aquellas en un principio dirigidas a las comunidades
marginadas (musulmanes, inmigrantes), después a los activistas, después a
los trabajadores que prestan asistencia humanitaria y, en última
instancia, a todo el mundo–.
Esta militarización (y la correspondiente
criminalización) avanza cada día en todo el mundo. En el Reino Unido,
por ejemplo, un programa de vigilancia a gran escala señaló, en 2015, a 4.000 personas como extremistas potenciales, de
los cuales, más de una tercera parte eran niños. En EE.UU., los
manifestantes tanto de Black Lives Matter como de Standing Rock se han
tenido que enfrentar a vehículos blindados a prueba de minas, así como a
drones. En Honduras, más de 120 personas fueron asesinadas, entre 2010 y
2016, a manos de grupos paramilitares por oponerse a la explotación
maderera, la minería y las represas.
El influyente abogado neoliberal y comentarista estadounidense Thomas
Friedman explicó las razones de esta respuesta militarizada–y de un
modo bastante más honesto de lo que cabría esperar–: “La mano invisible
del mercado no puede funcionar sin un puño escondido. McDonald's no
puede prosperar sin McDonnell Douglas, el diseñador del F-15.
Y el puño
escondido que mantiene el mundo a salvo para que las tecnologías de
Silicon Valley prosperen se llama el Ejército, las Fuerzas Aéreas, la
Armada y los Marines de EE.UU.”. Dicho de otro modo, el capitalismo y el
militarismo (en particular el imperialismo de EE.UU.) no son dos
fuerzas paralelas, sino que están inextricablemente entrelazadas.
Lo que Friedman no señala, sin embargo, es que el puño escondido no
solo está ahí fuera, en el “mundo”, sino que también está en casa.
La conexión entre el ejército y el petróleo
Los estrechos vínculos entre el capitalismo y el militarismo se
pueden observar en el propio funcionamiento del ejército de EE.UU.. Hoy
en día, desplegar la mayoría de los efectivos militares exige ingentes
emisiones de gases de efecto invernadero, lo que significa que el Pentágono es el
principal organismo consumidor de petróleo.
Tan solo uno de sus
aviones, el B-52 Stratocruiser, consume aproximadamente 12.620 litros a
la hora, más o menos la misma cantidad de combustible que usa el
conductor de un coche medio en siete años.
A pesar de la enorme “huella”
de carbono que dejan, en los países industrializados la contribución
del sector militar ni siquiera se evalúa adecuadamente y está exento del
Acuerdo de París estipulado por Naciones Unidas. Por supuesto, si sus
emisiones fueran debidamente contabilizadas, estaríamos aún más lejos de
cumplir el objetivo de mantener el aumento de la temperatura global por
debajo de dos grados centígrados.
El papel que desempeñan las fuerzas armadas es aún más significativo
si se tiene en cuenta para lo que son movilizadas –en particular la
vasta infraestructura militar de EE.UU., formada por más de 800 bases
con sus flotas navales y aéreas–.
Está claro que se despliegan
principalmente en regiones ricas en petróleo y recursos y cerca de rutas
estratégicas de transporte marítimo que mantienen en funcionamiento
nuestra economía globalizada. Y este enfoque no es un caso aislado de
EE.UU.. El grupo de investigación Oil Change International calcula que hasta la mitad de todas guerras entre estados que ha habido desde 1973 han sido por el petróleo.
La violencia policial contra las poblaciones a menudo también está
relacionada con la protección para hacer frente a la resistencia que se
ofrece ante proyectos de combustibles fósiles, industrias e
infraestructuras.
Constatamos, una y otra vez, que los activistas medioambientalesse
enfrentan a la violencia cuando desafían a las industrias extractivas.
La organización de derechos humanos Global Witness observó en 2015 que
cada semana son asesinadas tres personas por defender sus tierras,
bosques y ríos en su lucha contra de las industrias extractivas.
Una confluencia catastrófica
El puño escondido del capitalismo no es un fenómeno nuevo –el poder
económico siempre ha empleado la violencia para protegerse–, pero en las
últimas décadas también se ha acelerado. Tras el 11 de septiembre, sin
duda se produjo un impulso que legitimó un aumento descomunal del gasto
militar y la violencia estatal. Sin embargo, también es probable que una
crisis ecológica más generalizada haya avivado la respuesta militar.
El estudio del Centro de Resiliencia de Estocolmo muestra que existen nueve
procesos ecológicos fundamentales que regulan la estabilidad y
resiliencia de la tierra de la que dependemos. La humanidad ya ha
traspasado los límites relativos a la pérdida de la diversidad biológica
y a los cambios en los ciclos de los nutrientes (nitrógeno y fósforo), y
está en una situación peligrosa en lo que respecta al cambio climático y
al uso de la tierra.
Respaldado por una “carrera a la baja” corporativa -en la que las
multinacionales buscan constantemente eliminar normas y costes que
limiten los beneficios–, señala en particular a las industrias
extractivas que chocan contra nuestros límites ecológicos y se
establecen en los últimos territorios sin explotar. La gente se ve
obligada a resistir, no solo para evitar la contaminación o la
corrupción, sino para poder sobrevivir. Su firme resistencia se ha
topado con una represión severa.
La “declaración de guerra” de Canadá contra sus naciones originarias
Hechos recientes ocurridos en Canadá nos muestran esta realidad de
cerca. En 2013, la empresa energética Kinder Morgan anunció que
construiría un oleoducto desde Alberta hasta la Columbia Británica
directamente a través de una zona sensible desde el punto de vista
medioambiental y a través de los territorios de más de 100 “Naciones
Originarias”.
El anuncio provocó una enorme oposición, hasta el punto de
que la empresa finalmente anunció que abandonaba el proyecto debido a
“riesgos legales”. Sin embargo, en lugar de retractarse de un proyecto
petrolífero tóxico, el estado dobló su apuesta y en la práctica acabó
nacionalizando el oleoducto.
Un caso judicial de agosto de 2018 declaró en favor de los
manifestantes –donde se señalaba la falta de consultas constitucionales
con la Naciones Originarias y la ausencia de un análisis medioambiental
sobre el aumento del tráfico de petroleros en el mar de Salish.
Es una
demora importante, pero está claro que es poco probable que el estado
canadiense, dominado por los intereses petroleros, se eche atrás –y, en
última instancia, utilizará la fuerza para imponer el proyecto. Tal y
como se ha hecho en innumerables proyectos de extracción de combustibles
fósiles por todo el mundo.
Y los que se han enfrentado a la violencia creen que no les queda más
remedio que resistir. Tal y como observó Kanahus Manuel, de Secwepemc
Nation en Canadá: “Todo emana de la tierra. Si se destruye la tierra,
nos destruimos a nosotros”. Es comprensible, por lo tanto, que ella,
junto con una coalición de organizadores indígenas, calificara las acciones del gobierno canadiense de “declaración
de guerra”.
Kanahus prosigue: “Lo creemos literalmente. Llamarán a los
militares. Es la pauta nacional emplear la criminalización, la acción
civil y otras sanciones para reprimir la resistencia indígena a estas
políticas mediante la aplicación del peso de la ley y el uso de las
fuerzas policiales contra los individuos y comunidades indígenas”.
Una adaptación militarizada
A medida que los efectos del cambio climático se agravan cada vez
más, es probable que aumente esta tendencia hacia una respuesta
militarizada. Puede que Trump no crea en el cambio climático, pero su
ejército sí, y ya está haciendo planes para abordar sus consecuencias.
La velocidad del deshielo en el Ártico llevó este año a la Marina de
EE.UU. a anunciar que está revisando su estrategia en la región con un
probable aumento de buques armados y tropas.
En mayo de 2018, Australia
se sumó a la Unión Europea y EE.UU. para declarar el cambio climático
una amenaza para la “seguridad” y advertir de los peligros de “la
migración, la inestabilidad interna o los movimientos insurgentes dentro
de los Estados… el terrorismo o los conflictos transfronterizos”, que
necesitarían “gran variedad de respuestas en materia de Defensa”.
Cuando los ejércitos y las fuerzas de seguridad son las instituciones
más fuertes y mejor financiadas de nuestra sociedad, no podemos
sorprendernos de que se conviertan en las instituciones predeterminadas
para afrontar los efectos del cambio climático.
Las respuestas mayoritarias de los Estados de EE.UU. y la UE a los
refugiados es uno de los augurios más perturbadores de lo que podría
parecerse a una adaptación climática militarizada. La respuesta
predeterminada de las naciones ricas industrializadas a los refugiados
no ha sido mostrar solidaridad o compasión, sino que, cada vez con más
frecuencia, se hace todo lo posible por mantener a los refugiados fuera
–ya sea militarizando
las fronteras, apoyando a dictadores, manteniendo a los refugiados en
campos de concentración o forzando a la gente a hacer viajes tan
peligrosos que miles de personas mueren en el intento–.
Es una
abominable demostración de crueldad que, sin embargo, se está
convirtiendo en la triste norma. Cuando sabemos que los efectos del
cambio climático solo será un factor añadido a la presión para emigrar,
el futuro se prevé funesto.
La verdad es que hemos normalizado la violencia por parte de los
Estados. Ya no vemos las cámaras de videovigilancia en nuestras calles,
las vallas de alambre de espino en nuestras fronteras, los blindajes de
la policía, los refugiados en los campamentos porque ya no es algo
inusual. Esta normalización significa que hay un creciente peligro de
que las soluciones de defensa ante el cambio climático no sean solo esta
respuesta predeterminada, sino que además sean prácticamente
imperceptibles.
Romper con los parámetros de referencia
Deshacer este consenso en favor de la seguridad en vez de la
solidaridad no será tarea fácil. Una herramienta que podría ayudar es el
concepto de “cambiar los parámetros de referencia” puesto que puede
ayudarnos a entender este proceso y puede darnos alguna pista de cómo
deberíamos empezar a forjar otra vía.
El ecologista Daniel Pauly se
inventó este término para referirse a la forma en que los científicos
especializados en pesca establecerían sus “normas” para mantener los
caladeros en buen estado teniendo en cuenta el estado de agotamiento en
que se los encontraron en lugar del estado intacto en que se hallaban
originalmente. La mayoría de los científicos ya no recordaban los mares
repletos de grandes peces porque habían aceptado el mar devastado como
lo normal.
Sin embargo, en el mundo de la pesca, se ha dado respuesta a esto
mediante el establecimiento de reservas marinas. Si se hace de la forma
debida y se protege de las embarcaciones de arrastre (en lugar de los
pescadores a pequeña escala), puede derivar en una recuperación
espectacular de la fauna y hábitats marinos. Y lo que es más importante,
sacan a la luz los peligros de la sobreexplotación de los mares y la
posibilidad de adoptar un enfoque distinto.
Necesitamos un enfoque similar respecto a la seguridad –mediante la
creación de ejemplos de enfoques alternativos a la militarización en el
ámbito local y estatal–.
Necesitamos demostrar que militarizando nuestra
respuesta a los asuntos sociales y ecológicos, como el cambio
climático, únicamente se agravará el impacto sobre los más vulnerables.
Pero también necesitamos discutir y movilizarnos en contra de esta
militarización de la sociedad en cualquiera de sus formas y demostrar la
posibilidad de adoptar un enfoque distinto.
Esto puede hacerse de
muchas formas, desde sencillos planes de adaptación climática que
prioricen la solidaridad en lugar de la seguridad –como los impulsados
por el movimiento de las Comunidades en Transición– hasta la red de
ciudades que ofrecen asilo a los refugiados –y hasta los manifestantes
de Black Lives Matter que exigen que la policía rinda cuentas en
EE.UU.–.
Todos estos esfuerzos pueden empezar a ralentizar el imparable
avance hacia la militarización de nuestro planeta. Los defensores del
clima han empezado a frenar la maquinaria de los combustibles fósiles, y
lo que necesitamos ahora es empezar a echar arenilla en los engranajes
del complejo militar-industrial-defensivo." (Nixk Buxton, CTXT, 24/10/18)
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