"El juego más peligroso” es el nombre que han elegido en Berlín para
una exposición que recoge los documentos, libros y manifiestos que iban a
formar parte de la Biblioteca situacionista de Silkeborg. El movimiento
fundado en 1957 sin duda se convirtió en un peligroso “juego” que
desafió la cultura y que dio alas a las revueltas del mayo francés.
Décadas más tarde, el situacionismo se ha convertido en una pieza de
museo.
Han pasado 50 años desde mayo del 68 y más de seis décadas desde que
un grupo de intelectuales europeos creasen la Internacional
Situacionista en un pequeño pueblo italiano. Guy Debord, Raoul Vaneigem y
Asger Jorn, entre otros, decidieron redefinir la sociedad en 1957:
aspiraban a la abolición del trabajo alienante, criticaron duramente la
sociedad del espectáculo y reivindicaron la importancia de tomar las
riendas.
“Soñar despierto subvierte el mundo”, afirmó Vaneigem, cuyo Tratado del saber vivir para uso de las jóvenes generaciones sigue siendo el perfecto manual de instrucciones para soñar despierto, subvertir e iniciar una revuelta desde dentro.
Esa era, precisamente, una de las grandezas del situacionismo, que
permitía pequeños actos subversivos desde la cotidianeidad, empezando
por asumir la alienación de la sociedad moderna a la naturaleza
contrarrevolucionaria del aburrimiento.
A partir de ahí, todo era
posible, desde crear mapas psicogeográficos a cuestionar el valor del
arte como mercancía (en la muestra de Berlín había numerosos cuadros de
salón, de esos que se encuentran en rastros de todo el mundo,
reinterpretados o garabateados que no podían dejar de recordar a los
grabados de Goya sobre los que los hermanos Jake y Dinos Chapman
pintaron en una acción que aún sigue siendo tremendamente
controvertida).
En pleno siglo XXI, el situacionismo sigue siendo objeto de estudio y
de culto e incluso nos hemos acostumbrado a que se use la expresión
“sociedad del espectáculo” hasta en contextos que sorprenderían al
mismísimo Debord. La contundencia de sus máximas, su influencia en el
Mayo francés y lo poco intimidatoria que resulta su filosofía si se la
compara con un Schopenhauer o un Kant lo han convertido en uno de los
movimientos filosóficos más fáciles de citar incluso fuera de contexto.
Sus máximas, cortas pero contundentes, también lo hacen digerible, pero
la realidad es que en 2018 hemos cerrado las puertas a la posibilidad de
una revolución desde dentro y nosotros somos ahora el espectáculo.
En la sala de exposiciones de la HKW que acoge hasta diciembre The most dangerous game
se dan cita al menos tres generaciones: la de quienes intentaron llevar
a cabo una revolución en los años 60, la de sus hijos e incluso la de
sus nietos.
Los catálogos se han agotado y los organizadores han tenido
la deferencia de dejar en la entrada una caja con algunos ejemplares
para consulta. Hacen falta: en este país tan aficionado a las placas
conmemorativas e incluso a detallar en las placas de las calles en qué
fechas vivió el homenajeado y qué hizo, esta muestra brilla precisamente
por la ausencia de datos o explicaciones. Tan solo dan un folleto con
un mapa psicogeográfico indicando el sentido de la muestra y algo de
información sobre el situacionismo.
Ni una obra con autoría, ni una
fotografía geolocalizada... y en esta ciudad en la que se pueden sacar
fotos en todos los museos, en cuanto alguien saca un móvil aparece un
bedel uniformado a llamar la atención y recordar que está “verboten”:
nada de stories para Instagram. Por una vez hay que agradecer a
los alemanes su estricta observancia de las normas y poder bucear de
lleno en todos los manifiestos, pósters y libros de la muestra.
Uno de los proyectos inacabados de la Internacional Situacionista fue
crear una biblioteca con todos sus libros y manifiestos, y en esta
exposición se han encargado de hacer realidad ese sueño: en las vitrinas
descansan ejemplares de todos los tentáculos del movimiento, desde
Cobra en Dinamarca a Spur en Alemania pasando por los holandeses Reflex.
No faltan siquiera las películas de Debord o decenas de obras
“intervenidas” de formas que ahora no llaman la atención (pintar encima
de cuadros, esculturas de formas imposibles o la pura reivindicación de
la imaginería pop de los catálogos de ropa), pero que entonces eran boutades
difíciles de digerir porque ponían en entredicho “verdades
incuestionables”, desde el mismísimo valor del arte a la autoría.
No es
difícil ver las conexiones con el dadaísmo, el marxismo o el futurismo,
pero esto que ahora se exhibe con orgullo en los museos entonces no
sentaba tan bien en amplios sectores de la sociedad.
Ese inconformismo del que hacía gala la Internacional Situacionista y
ese cuestionarse una sociedad alienada y en la que solo importaba
medrar, trabajar y comprar dio alas precisamente a la primera generación
a la que cortejaron las marcas: la juventud, por primera vez en la
historia, se convertía a finales de los 50 en un valor per se y
en un apetecible nicho de mercado al que se dirigían todas sus campañas.
Que los situacionistas usaran los mensajes publicitarios y los
catálogos como material para sus collages no es casual, y que esa
generación a la que se quería convertir en objeto de consumo a la vez
que sujeto consumidor se rebelase contra todo aquello es de una justicia
poética incontestable.
El espectáculo ahora eres tú
Siempre me ha fascinado el término “izquierda caviar” que en Francia usan para denominar a todos esos revolucionarios de mayo del 68 que ahora han sentado cabeza, tienen puestos de responsabilidad y sueldos poco o nada revolucionarios.
Esa izquierda caviar es tal vez la cara más
llamativa y vergonzante de quienes dieron la espalda a lo de buscar la
playa bajo los adoquines o abolir el trabajo alienante, pero no son los
únicos: de alguna forma, todos nos hemos convertido en parte de un
espectáculo construido a base de likes que ni el mismísimo Debord
podría haber imaginado. En qué momento hemos pasado de criticar el
entretenimiento vacuo como divertimento a convertirnos nosotros en el
propio espectáculo es uno de los grandes enigmas del siglo XXI.
Antaño, los Estados tenían que invertir ingentes recursos humanos y
pecuniarios para vigilar a la sociedad, ahora, con tal de conseguir un like,
un comentario que satisfaga nuestro ego o un retuit que nos haga
creernos relevantes por unos segundos, estamos dispuestos a vender
nuestra alma al diablo y contar al mundo lo que hacemos, cómo, dónde y
con quién.
Nos hemos convertido en ese espectáculo del que el situacionismo se
mofaba. Instagram, con su billón de usuarios mensuales y sus nano, micro
y macroinfluencers es un escaparate de consumo: #miraloquecompro,
#miraloquecomo, #miraloqueconsumo, #miracuántoviajo.
Google Maps ha terminado para siempre con la posibilidad de un mapa
psicogeográfico: el espacio ya no se puede recortar ni fragmentar, ni
siquiera se puede engañar a la geolocalización. Twitter podría haber
sido un espacio maravilloso para escupir aforismos y máximas contra el
sistema, pero se ha convertido en un lugar en el que nos tomamos muy en
serio a nosotros mismos y Facebook es un escaparate de vidas
perfectamente heteronormativas en la que presumir de hijos y vacaciones.
Las redes podrían haber sido herramientas maravillosas para impulsar
esa revolución desde dentro con la que los situacionistas nos hicieron
soñar. En su lugar, las hemos convertido en herramientas de marketing, y
nosotros, en puro espectáculo y bien de consumo: hemos cambiado los
adoquines por los likes." (Carolina Velasco, El Salto, 04/10/18)
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