"Una vez más las calles de Estados Unidos arden. La gota que en esta
ocasión ha colmado el vaso ha sido el asesinato racista de George Floyd a
manos de un oficial de policía blanco. Esta gota en un océano de gotas
es una prueba más de cómo el racismo sistémico del país está
profundamente embebido en los cimientos del sistema.
Pero las protestas,
centradas especialmente en la figura de la policía, no son sino reflejo
de una sociedad desigual y amordazada, una sociedad que ha
criminalizado al pobre, aterrado a la clase media y colmado de riquezas e
impunidad al rico. Una sociedad en la que el proyecto neoliberal se ha
erigido triunfante.
Desde mediados de los 70 Estados Unidos se ha convertido en el
perfecto laboratorio de pruebas del neoliberalismo. En nombre del
sacrosanto “Libre Mercado”, las políticas tanto económicas como sociales
emprendidas ya desde antes de que Reagan ganara las elecciones han
transformado el país por completo, convirtiéndolo en lo que es hoy.
En
su libro Punishing the Poor, el sociólogo Loïc Wacquant
afirmaba que estas políticas, lejos de reducir el tamaño del Estado, lo
habían transformado en lo que él denominaba el Estado Centauro; una
sociedad con rostro humano y amable para los de arriba, pero con pezuñas
implacables para los de abajo.
Es indiscutible que el modelo neoliberal de sociedad americana se ha
cebado especialmente con los más pobres. Su retórica afirma que aquellos
individuos más desfavorecidos no deben ser mantenidos por el Estado, ya
que esto crea una masa insostenible de gente que prefiere vivir de los
subsidios a trabajar (¿les suena este discurso?).
Haciendo bandera de
esto, la totalidad de presidentes desde Reagan se ha dedicado
sistemáticamente a desmantelar el Estado del bienestar (welfare) y sustituirlo por programas de subempleo (workfare),
necesarios para poder acceder a ayudas tan básicas como cartillas de
alimentos (de las que más de 40 millones de americanos dependen para
poder comer). Lejos de sacar a la gente de la pobreza, el workfare
ha supuesto una trampa para millones de trabajadores pobres (gran parte
de ellos negros y latinos), que sobreviven con salarios de miseria que
apenas cubren sus necesidades.
Paralelamente, el neoliberalismo ha promovido activamente el auge del
“Estado prisión”. Hasta 1975 la tasa de encarcelamiento en el país se
había mantenido estable en alrededor de 100 prisioneros por cada 100.000
habitantes. Pero a partir de esa fecha el ratio se disparara, llegando a
los 480 reclusos por cada 100.000 habitantes en 2010.
En 2016 la
población reclusa, en libertad condicional o en libertad bajo fianza
combinada en Estados Unidos, era de casi siete millones de personas (más
que toda la población de Irlanda). Estos números son aún más flagrantes
cuando hablamos de minorías étnicas y raciales. En un informe para la
Comisión de Derechos Humanos, el grupo The Sentencing Project estimaba
que, a lo largo de su vida, uno de cada tres ciudadanos negros y uno de cada seis latinos pasaría por la cárcel.
Este aumento en el número de reclusos no obedece a un aumento de la
criminalidad, sino a un cambio de paradigma respecto al crimen. En su
“lucha contra las drogas”, Reagan convirtió la simple posesión de drogas
blandas en crímenes por los que encerrar a los ciudadanos. Los grandes
medios de comunicación (propiedad de los mismos oligarcas que habían
urdido el Estado Centauro) empezaron a presentar a los pobres como
criminales en potencia. Los realities y series de televisión sobre
policías y criminales empezaron a proliferar. Día tras día los
informativos hablaban de los jóvenes negros y latinos como
“superdepredadores juveniles”, amenazas latentes para los ateridos
votantes suburbanos de clase media.
La solución era obvia: el gobierno
debía caer sobre estos individuos “con todo el peso de la ley”. Para
esto, muchos estados redujeron la edad legal por la cual un joven podía
ser juzgado como un adulto hasta los 14 años, o aprobaron leyes como
“los tres strikes”, por la que si un criminal era condenado
tres veces a lo largo de su vida debía cumplir obligatoriamente cadena
perpetua, independientemente de cuáles hubieran sido sus crímenes. La
policía empezó a militarizarse para responder a este pánico moral,
patrullando los suburbios de Los Angeles en tanquetas como si
patrullaran por Fallujah. Las leyes se cambiaron para blindar a las
fuerzas del orden, dotándolas de una impunidad casi absoluta.
Ser pobre se transformó en sinónimo de ser un criminal en potencia, un marginado, un paria.
Pero, aunque el Estado Centauro se haya cebado especialmente con las
clases bajas de Estados Unidos, las clases medias tampoco se han librado
de sufrir a manos (o pezuñas) de este experimento social. En su
artículo Neoliberalism’s penal and debtor states, John L. Campbell nos habla de cómo la clase media ha caído víctima de lo que él se refiere como el “Estado deudor”.
Desde el final de la Segunda Guerra Mundial y hasta el auge del
neoliberalismo, la clase media americana gozó de una prosperidad sin
precedentes, aumentando su riqueza cerca de un 3% anual de forma casi
constante a lo largo de tres décadas. Pero desde mediados de los 70, el
crecimiento de esta riqueza se estancó, forzando a las familias a
recurrir al crédito para poder pagar sus gastos.
La desregulación del
sector financiero, que permitió a los bancos fusionarse entre ellos,
operar en cualquier estado sin restricciones y crear nuevos productos
financieros posibilitó un flujo de crédito barato sin precedentes que se
tradujo en una espiral de deuda por parte de las familias de clase
media. Si en 1973 los ahorros netos de las familias americanas ascendían
al 11,7% del ingreso nacional bruto, en 2020 apenas llegan al 1,4%. [1] Al mismo tiempo, la deuda de los hogares se ha disparado hasta la atroz cifra de 14 billones de dólares (el PIB de Estados Unidos es de 20,54 billones), de los cuales 1,5 billones corresponden a deuda estudiantil.
Esta situación de endeudamiento insostenible coloca a la clase media en
una precariedad en la que la situación de desempleo supone no poder
hacer frente a las deudas contraídas, con los consiguientes desahucios y
congelación del crédito. Supone descender a esa clase baja
marginalizada y criminalizada que la clase media americana ha aprendido
gracias a los medios a temer y odiar.
Por el contrario, las clases altas han sido las más beneficiadas, con
diferencia, de este experimento social. El 10% más rico del país ha
concentrado la mayor parte de la riqueza que se ha creado desde mediados
de los años 70, y el coeficiente de Gini de desigualdad de riqueza en
Estados Unidos es el más alto de todo el hemisferio occidental.
Los más ricos, que se han beneficiado de desregulaciones económicas y
rebajas de impuestos sucesivas, han operado con total impunidad ante la
falta de supervisión intencionada del gobierno americano. Así, aquellos
que arruinaron el país en la crisis de 2007, arrastrando con ellos al
grueso de la economía mundial, lejos de ser castigados, han seguido
gozando de tratamiento preferencial, y los mismos criminales que
sumieron a millones de ciudadanos en la miseria se sientan hoy a cenar
con el presidente en lujosos restaurantes.
De esta forma, el neoliberalismo ha estratificado la sociedad
americana en tres capas: una clase alta que ha acaparado la mayor parte
de la riqueza creada, que goza de tratamiento preferente por parte del
gobierno en forma de desregulaciones y recortes de impuestos y a la que
se le permite operar con total impunidad; una clase media rehén de una
espiral descontrolada de endeudamiento que amordaza sus perspectivas de
crecimiento; y una clase baja despojada de una red de protección,
marginalizada y criminalizada, que puebla las cárceles y guetos del país
y que sirve de chivo expiatorio para los miedos y paranoias del gran
público. Una clase baja donde las minorías, especialmente negros y
latinos, están sobrerepresentadas y son las víctimas habituales del
“duro brazo de la ley” que el Leviatán neoliberal ha creado para
proteger los intereses de las clases altas.
La chispa que ha prendido las revueltas esta vez ha sido un asesinato
racista a manos de otro policía blanco. Pero las protestas que se han
extendido por todo el país no son sino un reflejo de la situación
asfixiante en la que viven sus ciudadanos. Quizá las revueltas se
apaguen con el tiempo, una vez más. O quizá la gente se haya cansado por
fin de vivir bajo las pezuñas del Centauro. " (Ernesto H. Vidal, CTXT, 17/06/20)
No hay comentarios:
Publicar un comentario