"Desde los años 90, analistas como Boaventura de Sousa Santos vienen denunciando la presencia creciente de un nuevo tipo de fascismo a consecuencia de la ofensiva neoliberal.
Consiste en “una serie de procesos sociales a través de los que grandes
segmentos de la población son expulsados o mantenidos irreversiblemente
fuera de cualquier tipo de contrato social”. A diferencia del fascismo
político de 1930 y 1940, el fascismo social no implanta un régimen de
partido único que sacrifica la democracia representativa. Más bien se
apropia de ella (e incluso la promueve) para chantajearla, comprarla,
vaciarla de contenido y subordinarla a los dictados del capitalismo.
En el
contexto actual de radicalización neoliberal, el contrato social y
democrático está roto. La democracia representativa funciona en una
parte significativa del mundo como cadena de transmisión de valores
antisociales (corrupción, elitismo, pobreza, represión, violencia,
precariedad de lo público, entre otros) difundidos mediantes formas
autoritarias y excluyentes de relación que cada vez afectan a más
sectores de la población y se extienden a más ámbitos de la vida
. El
genocidio social que Europa vive es testigo de ello: gente que se
suicida, gente que pierde sus casas, gente que pasa hambre, gente
excluida de la sanidad, etc.
El fascismo es la transformación deliberada
de vidas humanas en material desechable. El neoliberalismo, en este
sentido, es una forma de fascismo cuyo fin es deshumanizar, oprimir e
incluso, como dice Pere Casaldàliga, “asesinar o hacer desaparecer” a
sus víctimas y adversarios.
Aunque
Santos distingue varias formas de fascismo social, me permito introducir
una variante complementaria: el fascismo electoral. Me refiero a la
utilización interesada de los fundamentos institucionales del sistema
político dominante (las elecciones partidarias competitivas) para
pervertirlo y volverlo incapaz de servir al ejercicio del poder popular. (...)
El fascismo electoral presenta, en su versión neoliberal, unos rasgos específicos que lo hacen identificable, entre ellos:
1) El poder
de los no electos. Se trata del poder ilegítimo (en cuanto que no ha
sido refrendado por mecanismos democráticos) e invisible (porque se
sitúa fuera de los focos del poder formal) de quienes carecen de
legitimidad de representación pero gozan de capacidad para imponer
decisiones (muchas veces con la connivencia de los electos) que afectan a
la vida de las personas. Es el poder real de decisión de los mercados,
élites empresariales, bancos centrales, organizaciones financieras
internacionales, la Troika, agencias de calificación, etc.
2)
Privatización de la democracia representativa. El caso de Grecia e
Italia, donde se suspendió la democracia electoral para instaurar
gobiernos tecnocráticos al margen de procesos electorales, es
demostrativo del poder de los no electos. En Italia, donde ninguno de
los tres últimos primeros ministros (Monti, Letta y Renzi) ha pasado por
las urnas, el fascismo electoral ha alcanzado tintes dramáticos.
La
banalización de la política y las elecciones ha propiciado la
privatización de la democracia parlamentaria, conduciendo a un escenario
marcado por la pérdida de representatividad de las clases sociales y
sus intereses, el desmantelamiento de derechos, el debilitamiento de la
esfera pública, la sustitución de la política por el marketing electoral
y la presencia en el seno de las instituciones de sociabilidades
antipúblicas y antidemocráticas.
3)
Desconstitucionalización. El fascismo electoral contemporáneo no
necesita derogar formalmente las Constituciones vigentes, le basta con
no aplicarlas o con ponerlas a disposición de los no electos para que
las adapten a sus intereses particulares.
La reciente abolición del
sistema público de atención médica primaria en Grecia, que prepara el
camino para su privatización, demuestra que el fascismo adopta por la
vía parlamentaria formas nuevas, en este caso la de un apartheid
sanitario legalizado.
4)
Pseudobipartidismo. El fascismo electoral se sostiene sobre un sistema
formado por dos partidos de masas mayoritarios (“las dos muletas
turnantes” del gobierno, según la expresión de Unamuno) que, a pesar de
estar cada uno socialmente deslegitimado, aún cuentan con la suficiente
fuerza y fidelidad para someter la soberanía popular a la voluntad
elitista que mutila derechos y arrasa la democracia.
Mediante distintos
mecanismos (pactos de gobernabilidad, bloqueo institucional, reformas
constitucionales exprés, mentiras electorales, blindaje frente a
demandas democráticas, etc.), el sistema asegura la transición ordenada
entre partidos casi idénticos a merced de intereses antidemocráticos.
Ello genera el espejismo de una libertad de voto que garantiza la
continuidad del fascismo electoral, cuyos brazos parlamentarios actúan
como una suerte de guardia pretoriana que, en la práctica, hace trizas
el derecho a elegir real y efectivamente.
5)
Demofobia. Durante siglos, democracia fue una palabra odiada por estar
vinculada a las masas pobres e ignorantes, a las pasiones, la demagogia y
la ingobernabilidad. Sin embargo, el miedo a la democracia sigue siendo
una constante del fascismo electoral, pues no hay peor amenaza para las
élites en el poder que la participación popular. Como lo pone de
manifiesto el antidemocratismo de Bobbio, “nada hay más peligroso para
la democracia que el ´exceso de democracia´”.
Urge
combatir el fascismo electoral y sus efectos. Para ello es necesario
intensificar y articular las luchas institucionales y
extrainstitucionales que apuntan a la construcción de democracias
reales. Lo que estas luchas tienen en común, más allá de su diversidad,
es el esfuerzo por democratizar la vida social, el poder económico y el
poder político.
Hoy, las luchas por la democracia real se libran en tres
frentes complementarios:
1) Luchas por una democracia representativa
capaz de hacer de las urnas y de la representación política una
conquista popular (leyes electorales proporcionales, democratización de
los partidos, revocabilidad de cargos y funciones, rendición de cuentas,
rotación y desprofesionalización, apertura a la participación de
organizaciones no partidarias, entre otras medidas).
2) Luchas por una
democracia participativa y deliberativa (referéndums vinculantes, ILP,
presupuestos participativos, consejos sectoriales, plenos ciudadanos,
democracia digital, etc.). Y
3) Luchas por la complementariedad social e
institucional entre formas de democracia radical (asamblearismo
popular, organización desde abajo, autogestión, acción directa, etc.) y
otras modalidades de participación." (Artículo de Antonio Aguiló, filósofo
político y profesor del Centro de Estudios Sociales de la Universidad de
Coímbra. Visto en el Diario de Mallorca, en Ssociólogos)
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