"El
informe de Oxfam recientemente publicado aporta cifras para demostrar
lo que todos sabíamos: que la desigualdad en el mundo ha aumentado
significativamente en los últimos años y que sigue aumentando, con
algunas excepciones como América Latina, que pese a todo sigue siendo
uno de los continentes más desiguales. (...)
Muchos
analistas no ven nada negativo en este proceso. Según ellos, el
crecimiento de los ingresos de los más ricos es una condición necesaria
para que los más pobres mejoren su calidad de vida.
Lo que importa a los
pobres no es la distribución de los ingresos sino la mejora de sus
condiciones materiales, y el aumento de la riqueza en la sociedad por
medio del enriquecimiento de sus clases altas ayuda a mejorar las
condiciones de vida de todos los habitantes.
Decir lo contrario, según
ellos, proviene de un odio a los ricos fruto de una malsana envidia. Es
la teoría del derrame: al llenarse el recipiente de los ricos, el
sobrante se derrama de modo que los pobres pueden aprovecharse de él.
La realidad es más compleja. Abundantes estudios
afirman que ese proceso produce consecuencias económicas perversas, como
retrasar el crecimiento, dificultar la reducción de la pobreza relativa
a largo plazo, imposibilitar la progresividad fiscal, controlar los
medios de comunicación y fomentar la corrupción.
(...)
me limitaré a comentar sus efectos políticos y culturales.
Es ya un lugar común afirmar que la actual etapa del capitalismo
financiero es incompatible con la democracia. Si bien la democracia
entendida etimológicamente como “gobierno del pueblo” no ha sido
realizada plenamente en ningún país del mundo (...)
Sin
embargo, esa voluntad popular está cada vez más mediatizada por grupos
de poder que tienen en sus manos los medios de los cuales dependen que
sea posible llevar a la práctica las medidas que el pueblo ha votado.
La
reciente crisis constituye la mejor demostración: el progresivo
desmantelamiento que se está haciendo de nuestro precario estado de
bienestar no ha sido decidido por los ciudadanos sino por gobiernos que
han respondido a los dictados de gestores financieros capaces de imponer
sus condiciones.
En la medida en que aumenta la desigualdad aumenta también el poder de
decisión de esos grupos y el consiguiente retroceso de la democracia. No
es un secreto para nadie que la riqueza es una fuente de poder.
Y no
solo por la posibilidad de corrupción de la clase política –que también-
sino sobre todo porque esos pocos ricos tienen en sus manos los
recursos necesarios para financiar las necesidades privadas y públicas, y
a ellos hay que acudir para tener acceso a esos recursos. (Lo mismo que
les sucedió a los reyes renacentistas para financiar sus guerras). Y
cuando ese poder se concentra en pocas manos, la capacidad de decisión
de las mayorías populares disminuye en la misma proporción.
Es falso que
se produzca un derrame proporcional del “cuenco” de los más ricos a la
población en general: en un sistema en el cual el derecho de propiedad
prima por sobre los intereses comunes, ese grupo cada vez más reducido
tiene la posibilidad de invertir su dinero en lo que prefiera, y con
mucha frecuencia esa inversión se dirige antes a una especulación
improductiva que a financiar las necesidades reales de la sociedad.
Pero, además, la desigualdad provoca efectos perversos en la cohesión
social. (...)
Los
ciudadanos perciben que las desigualdades no guardan ninguna proporción
con el valor del trabajo realizado ni con la capacidad de cada uno:
innumerables parásitos dedicados a la especulación viven mucho mejor que
un buen fontanero o un médico de urgencias.
El mito neoliberal de que
el libre mercado asegura el reparto de los recursos según la valía e
iniciativa de cada agente económico resulta cada vez más falso, en la
medida en que la riqueza se concentra en las actividades especulativas,
muchas de ellas perjudiciales para los intereses comunes, y menos en la
economía productiva.
Y todavía menos en las necesidades básicas de los
ciudadanos, como la sanidad, la educación y la atención a la
discapacidad, que no cesan de sufrir recortes. Si este panorama continúa
extendiéndose, la conflictividad social está asegurada.
La progresividad fiscal, por ejemplo, es impensable cuando la riqueza
–que, hay que recordar, ha sido producida por el trabajo de todos- se
concentra en un sector cada vez más pequeño de los habitantes, lo cual
permite amenazar con buscar lugares más acogedores para su capital en
caso de que se pretenda gravar sus fortunas, cosa que sería más difícil
si esos recursos estuvieran más distribuidos. (...)"
(Augusto Klappenbach, Público.es, en Jaque al neoliberalismo, 13/04/2014)
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