"La irrupción de Podemos en el escenario político
español caminó de la mano de la generalización de las discusiones sobre
el “populismo”. Desde entonces, el término se ha hecho de uso común en
los medios de comunicación y el debate político.
Ha costado pero incluso
sus más enconados detractores -desde la izquierda y la derecha-
reconocen que hoy cualquier cosa sustancial que se diga sobre la
política Europea y norteamericana tiene que lidiar y discutir con el
“momento populista”. Otra cosa es su comprensión.
Los diferentes cambios políticos en países de nuestro
entorno parecen haber contribuido a su actualidad, descartando que se
tratase de un fenómeno propio de países del sur o de democracias
escasamente consolidadas. Cada vez más fenómenos políticos,
prácticamente todos los que están suponiendo novedades, son catalogados
de la misma forma pese a que, en muchos casos, defiendan proyectos
opuestos.
A falta de un debate más serio, “populismo” es, por lo pronto,
todo lo que les sobra a las élites tradicionales y altera el reparto de
posiciones por las que estas monopolizaban y agotaban las opciones
políticas disponibles. Parece claro, en todo caso, que la disputa en
Europa es doble: por una parte un renovado ímpetu de fuerzas que aspiran
a movilizar una voluntad popular nueva frente a los partidos
tradicionales, sumisos a los poderes oligárquicos y financieros; y, por
otra parte, se disputa el signo mismo que tendrán estas fuerzas
“populares” o “patrióticas”: si reaccionario y xenófobo, como predomina
en Austria, Inglaterra u Holanda, o si democrático y progresista, como
predomina en España y Grecia –con Italia como caso híbrido que no se
decantará de uno u otro lado mientras no se resuelva esta disputa en el
seno de Cinque Stelle.
Quizá la cuestión fundamental en la primera
vuelta de las presidenciales de este domingo es si Francia formará parte
del primer o del segundo grupo.
El populismo incomprendido, de derecha a izquierda
En términos generales, los sectores conservadores y
liberales han reaccionado con espanto y condena moral. Su tesis diría,
en resumen, que las turbulencias económicas han enloquecido a amplios
sectores de la población que, al cambiar de preferencias electorales o
adherirse a nuevas identidades políticas, han pasado de individuos
racionales a turba airada e infantil, presa de demagogos que promulgan
un imposible regreso al pasado.
En este análisis no hay explicación
alguna del fenómeno que no pase por la denigración de la gente común.
Para los conservadores, las repúblicas, los estados, han de ser
defendidos de una excesiva presencia e intervención popular en ellos.
Las élites no tienen bajas pasiones pero las masas sólo pueden albergar
sentimientos animalescos.
Tras décadas de utopía neoliberal que rezaba
que se podían tener “democracias sin pueblo”, el regreso del deseo de
pertenecer a una comunidad y afirmar valores colectivos sólo puede ser
leído por los conservadores de distinto pelaje como un virus de
irracionalidad.
Más que un análisis político hay un análisis
climatológico o epidemiológico. Las instituciones nacionales o europeas,
las políticas económicas o el propio comportamiento de la élite son así
liberados de cualquier autocrítica. Para ellos, hay que salvar a
nuestras democracias de sus respectivos demos.
Que la socialdemocracia se haya apuntado a esta
corriente es sólo una muestra de su subalternidad intelectual a los
conservadores, que explica en buena parte su subalternidad política y
electoral.
Del otro lado del espectro ideológico tradicional, la
recepción de los cambios en marcha no es mucho más profunda. En
general, la izquierda se caracteriza por una escasa capacidad de
victoria acompañada de una elevadísima y poco justificada arrogancia
moral e intelectual.
De la misma manera que siempre está a la espera de
la crisis económica definitiva, así toda innovación viene a confirmar lo
que lleva siglos diciendo, incluso si son innovaciones contra las
pautas marcadas. Para la izquierda tradicional, la receta general suele
ser doble ración de sí misma.
Así que de la emergencia de fenómenos
calificados como “populistas” tiende a deducir:
1- Que ha vuelto la política “de clase”. Aunque la
identidad de clase no sea la que movilice a los perdedores de la
globalización en apoyo a fuerzas políticas que prometen reconciliar la
patria con el pueblo, aunque la identidad nacional juegue, por ejemplo,
un papel mucho más importante y sea la superficie de inscripción para
una alianza heterogénea de sujetos sociales, la izquierda lee de ello lo
que ya sabía.
Así, por ejemplo, si Marine Le Pen es la primera opción
entre los sectores asalariados, esto sólo demuestra que hay que
persistir en el discurso de clase. Las identidades políticas son, en
esta mala comprensión, apenas un truco comunicativo sobre la “realidad”
económica. Así no hay manera de entender que millonarios como Trump o Le
Pen se erijan exitosamente en tribunos de la plebe. Descalificarlo como
“engaño” es una manera de no tener que pensar y de asumir lo que de
real tiene esa identificación, le guste a uno más o menos.
De no
entender por qué en muchos casos son fuerzas reaccionarias las que están
construyendo una idea de pueblo que ofrece pertenencia y seguridad a
sectores golpeados por el miedo o la incertidumbre.
2- Que hay una verdad dura y rotunda que debe ser proclamada, y que
proclamarla conduce necesariamente a la victoria. La función de la
política ya no sería generar horizontes compartidos en torno a los que
agregar mayorías, sino rasgar los velos que impiden que se sepa una
escandalosa verdad que, una vez conocida, provocará la indignación y
movilización popular.
Como señala Slavoj Zizek, el orden actual no se
sostiene por ninguna ocultación o conspiración, de hecho ni siquiera
oculta sus infamias. Se sostiene, en cambio, por su capacidad para
desarticular, arrinconar o desprestigiar cualquier posible alternativa.
El consentimiento hoy no descansa en una ingenua ilusión con respecto a
nuestro presente, sino en una creencia cínica de que es el único
posible. Las fuerzas transformadoras no tienen entonces como labor
“contar la verdad” sobre los tejemanejes oscuros de los de arriba, sino
“construir la verdad” de una certeza posible, de la confianza en un
orden alternativo, al mismo tiempo deseable y realizable.
3- Estrechamente conectado con esto, la izquierda
tradicional puede verse tentada de entender los fenómenos populistas,
sean de signo progresista o reaccionario, exclusivamente como fenómenos
“destituyentes”.
Según esta visión, estaríamos en una época de
derrumbamiento del orden y situarse en “los extremos” sería una decisión
inteligente, puesto que por doquier triunfan las opciones que impugnan a
las élites tradicionales y proclaman el “que se vayan todos”.
Considero
que este es un grave error que puede tener una dramática consecuencia
política: la de dejar a las fuerzas progresistas como cuñas de protesta,
fuera de toda posibilidad de gobierno salvo en contados casos de
excepcionalidad, y por tanto impotentes, sin poder para confrontar
realmente con las fuerzas oligárquicas que hoy se imponen por encima de
las necesidades y demandas de las mayorías sociales. Me ocupo de esta
cuestión más en detalle a continuación.
Algo más que ira. El péndulo de la destitución y el orden.
Una incorrecta comprensión de los fenómenos populistas podría deducir que son, efectivamente, “hijos de la ira”, como titulara Salvados su por lo demás excelente programa, o como la famosa portada de El País en la que “Podemos supera a PP y PSOE impulsado por la ira ciudadana”.
Desde esta perspectiva, en lo que el constitucionalista norteamericano
Ackerman llama las “épocas calientes” de la historia política, gana
quien sea más iconoclasta, más confrontativo, más polarizador. Según
esta ecuación, los tiempos actuales nos estarían enseñando que, a mayor
dureza, más iniciativa política.
Esta tesis se deja fuera al menos dos consideraciones
centrales. Una sobre la propia naturaleza del populismo y la otra sobre
su aterrizaje en diferentes entornos institucionales.
La primera tiene que ver con entender todo discurso
populista como construido en una tensión entre la denuncia de una
minoría privilegiada e incapaz, nociva para el bienestar general, y la
promesa de la reconciliación de la comunidad una vez el poder político
esté al servicio ya no del país oficial sino de los intereses del país real.
Si se confunde el populismo con un conjunto de ropajes ambivalentes
para tiempos revueltos y destituyentes se entienden mal los fenómenos en
ascenso pero, al mismo tiempo, se ata intelectualmente la suerte de los
desafiadores a la excepcionalidad, estrechando así su horizonte de
oportunidad y ubicándolos en una esquina de la política nacional,
auguradores de catástrofes y del advenimiento mientras los partidos
tradicionales hegemonizan la cotidianidad.
Es posible que los socialdemócratas no entiendan que
en tiempos de crisis no hay construcción de voluntad popular sin señalar
a un adversario, y que si no es por oposición a los de arriba, a la
minoría oligárquica, puede ser que el pueblo se construya por oposición a
los de más abajo, a los inmigrantes o a los más pobres y receptores de
ayudas públicas.
Si así fuera, estarían presos, sin darse cuenta, de la
ensoñación neoliberal de que es posible un mundo sin adversarios. Ese
es, en el fondo, un deseo totalitario y antidemocrático, porque no deja
espacio a la discusión, a la propuesta de formas nuevas de hacer las
cosas, a la expresión de afectos o pasiones. Todo lo que queda fuera del
orden único sería así materia de orden público, psiquiatría o de la
industria del ocio y la estética.
“En una sociedad consensuada no queda
lugar para la rebeldía”, cantaba en 1994 Habeas Corpus expresando ese
viejo sueño totalitario de clausurar el futuro. De este modo, creyéndose
más demócratas que nadie por defender el consenso, estarían desarmando
ideológicamente a los sectores que sufren, incapaces de señalar una
causa, un responsable (y adversario), una frontera que delimite los
campos y construya el nosotros.
Pero al mismo tiempo, como he señalado, las fuerzas
que aspiran a construir un pueblo (necesariamente nuevo) -y no a
engordar una facción del mismo- portan siempre un proyecto de
reconciliación de la comunidad -o al menos de su 99%, la parte que ha de
volverse el todo: plebs que ha de volverse populus.
Es decir, una promesa de restablecimiento del orden. Si la promesa se
hace contra otros más débiles y el orden no se percibe como construcción
democrática sino como expresión de algún tipo de esencialismo
histórico, estaremos ante un populismo reaccionario.
Si, por el contrario, la plebs
se levanta contra aquellos verdaderamente poderosos y el orden a
construir no es cerrado ni está prescrito, sino que es un equilibrio
entre los deseos de la nueva mayoría y las instituciones republicanas
para su contrapeso, entonces estamos ante un populismo democrático y
progresista.
En el populismo reaccionario, el pueblo se expresa
inequívocamente y solo una vez, restableciendo alguna suerte de orden
natural; en el progresista se reconoce el carácter democrático y
contingente de la comunidad, lo que supone una importancia decisiva de
las instituciones y contrapesos que reflejen, protejan e integren la
pluralidad existente.
En ambos casos, y esto es lo fundamental, la promesa
destituyente –“que se vayan todos”- es creíble y puede ser hegemónica
porque denuncia el desorden de los de arriba y propone a los de abajo
como pilares de un orden cierto y al alcance. Propondré dos ejemplos de
la actualidad:
Trump no es sólo un patán que protagoniza constantes salidas de tono que le permiten generar titulares ruidosos. También es, de alguna manera, quien ofrece una alternativa creíble a sectores amplios que se sienten olvidados. No sólo fija como enemigos a los políticos de Washington y a los inmigrantes, también propone “hacer américa grande de nuevo”: una utopía -reaccionaria, pero utopía- creíble y fácil de imaginar.
Es
creíble en su dureza contra el establishment que habría traicionado a
los norteamericanos porque al tiempo es portador de una oferta de orden.
No es tampoco el candidato del antagonismo total: golpea a los
“burócratas” pero libera de toda culpa a los grandes capitalistas
norteamericanos, los que han multiplicado sus patrimonios en los años en
que más se han ensanchado las desigualdades.
Es outsider ma non troppo:
se presenta como ajeno al mundo político pero se preocupa de encarnar
bien el mito del empresario hecho a sí mismo. Tiene un pie en el rechazo
a lo existente y otro muy anclado en el sentido común (conservador pero
también popular) de Estados Unidos.
Por su parte, Marine Le Pen no es su padre. No es sólo una dirigente escandalizadora y polarizadora -que también- sino que, como bien explica en sus artículos Guillermo Fernández,
se ha preocupado de librar un combate narrativo para apropiarse de las
nociones de la tradición republicana francesa, así como de ser quien
pueda enarbolar la bandera de “volver a poner a Francia en orden”.
En
ambos casos vemos un pie en la impugnación y otro en una promesa creíble
de orden; un pie en el cambio y otro en el sentido común ya existente.
Se pueden, por supuesto, imaginar nuevas formas de construcción
hegemónica y nuevos contenidos, opuestos a los de las fuerzas
reacionarias; de hecho se deben.
Pero ha de partirse siempre de este
equilibrio, de la comprensión de la naturaleza contradictoria sin la
cual no hay posibilidad de hegemonía. Afirmar sólo una parte de la
ecuación, quedarse sólo con una posición del péndulo, equivale a
quedarse con ninguna.
Estado, comunidad y protección frente a la incertidumbre
La segunda consideración es la que concierne al grado
de desarrollo del Estado y las instituciones en cada país.
Las fuerzas
políticas que surgen en Europa y Estados Unidos en medio de esta “época
caliente” o “momento populista” tienen al menos una diferencia
fundamental con las que surgen en países de la periferia del
sistema-mundo: irrumpen en Estados densos, complejos y bien implantados,
que monopolizan la gestión del territorio y la violencia, que ofrecen
un alto grado de institucionalización y por tanto de la administración
de los comportamientos, las expectativas y las creencias.
Esto marca de
forma definitiva los posibles recorridos, como sabemos desde hace
tiempo. Ya Gramsci, en su estudio de las diferencias entre Rusia e
Italia, abordaba sus implicaciones estratégicas: la “guerra de asalto”
de los revolucionarios de Oriente no podía desarrollarse de la misma
manera en Occidente, que tiene en las trincheras ideológicas, en la
guerra de posiciones de las instituciones y la sociedad civil, su campo
de batalla decisivo por el sentido común de época.
En general, podemos decir que el grado de rupturismo
que sea asumible por una mayoría de la población tiene una relación
directamente proporcionalidad con el nivel de descomposición
institucional.
En países con administraciones que ordenan la vida de los
ciudadanos -y los construyen así más como “ciudadanos” que como
“pueblo” salvo quizás en momentos de alta intensidad política- la
disputa política sigue más la forma de una guerra de posiciones en el
Estado, en el que es necesario arrebatar al adversario su prestigio, su
capacidad de infundir confianza a amplios y diversos sectores sociales,
su capacidad de reclutar y formar cuadros de gestión y dirección pública
y su capacidad de articular una amplia red detrás de un proyecto de
Estado.
Máxime cuando el contenido principal de la crisis política, de
la fractura entre representantes y representados, es una percepción de
los representados de que los de arriba se han saltado sus propias normas
y han dado la espalda a aquellos para los que deberían trabajar: el
pueblo.
Este dato es de crucial importancia: no es solo que
las élites no hayan contado con los de abajo últimamente para dirigir el
país -nunca lo han hecho, en realidad- es que incluso han renunciado a
integrarlos de forma pasiva como antaño, a otorgarles un lugar siquiera
subordinado, y han creído que podían permitirse chocar directamente
contra ellos.
Hay así un componente conservador o “nostálgico” en la
contestación a las élites que las fuerzas progresistas no pueden obviar o
le regalarán nuestro tiempo a los reaccionarios: un deseo explícito o
implícito de “volver a los pactos de posguerra” de una enorme
efectividad política, por mucho que economistas y ecólogos adviertan con
razón de su imposibilidad material.
Cuando las fuerzas populares
profetizan las siete plagas de Egipto como condición del cambio,
nuestras sociedades suelen preferir, con buen tino, la conservación de
lo existente. Su función histórica debe ser, más bien, la de representar
ese anhelo nostálgico al tiempo que le da una respuesta innovadora y
transformadora en el día a día para reconstruir un nuevo pacto social
del S. XXI que equilibre la balanza y derrote la ofensiva codiciosa de
los de arriba.
El contenido del radicalismo democrático posible y
necesario en nuestro tiempo, por tanto, no es el de romper los acuerdos
sociales sino fundarlos de nuevo, no es aumentar la incertidumbre sino
reducirla, no es “rasgar el orden” sino restablecerlo: infundir
capacidades y confianza en los de abajo, ampliar su radio de acción,
fortalecer sus vínculos como comunidad y los dispositivos
institucionales a su servicio.
En la medida en que son los sectores
oligárquicos quienes están a la ofensiva y dan por rotos los contrapesos
y los acuerdos y garantías de los pactos sociales, en la medida en que
hoy la dirección de los privilegiados es la chapuza, la desorganización y
el cortoplacismo, es imperativo construirles como antisistema y
levantar proyectos transversales y nacional-populares que ofrezcan
amplios y duraderos acuerdos sociales con las necesidades de las
mayorías olvidadas en el centro.
La ofensiva de los privilegiados es
fiera en términos políticos y económicos pero considerablemente débil en
términos culturales: no ofrece horizontes atractivos para la mayoría.
La resignación y el miedo son mecanismos defensivos pero no pilares
sólidos para fundar un orden. En esa brecha se ubican las posibilidades
de recuperación de una idea democrática, cívica y solidaria de Patria y,
consecutivamente, de Europa.
Una virtud de los proyectos nacional-populares es que
asumen la composición cultural e ideológica de las sociedades en las
que se despliegan. Ello no para quedarse quietos, pero tampoco para
actuar como vanguardia consciente que “ilumina”, “desvela la verdad” o
pone “frente a las contradicciones centrales” -el abanico de metáforas
del mecanicismo tradicional de la izquierda es al respecto muy amplio- a
unas mayorías que desprecia, en lo que Eugenio del Río llama
“pensamiento de minoría”.
Los proyectos nacional-populares están más
lejos de la noción de "ideología” y más cerca de la de “sentido común”, y
se aplican a construir o resignificar mitos populares, enraizados en el
imaginario colectivo, que puedan ser movilizados contra las élites pero
que sean al mismo tiempo portadores de una promesa creíble de
seguridad.
Como hemos visto a lo largo de la vibrante campaña
electoral francesa de los últimos meses, parece evidente que el nuevo
tiempo aparece marcado por un deseo creciente de pertenencia
comunitaria, protección estatal y soberanía popular -entendida como el
poder de la gente corriente- frente a unas élites masivamente tenidas
por despreocupadas, endogámicas e incapaces de ofrecer certidumbre o
identidad.
Es una urgencia democrática que en esa dicotomía entre
proyectos comunitarios y proyectos neoliberales, el primer polo lo
ocupen fuerzas progresistas en lugar de fuerzas xenófobas y
reaccionarias.
Para ello necesitamos una buena comprensión de los
fenómenos populistas, que nos aleje de los viejos errores, y una
práctica política a la altura, que mantenga como triple brújula la
transformación aquí y ahora de la vida de la gente, la inequívoca
vocación de mayorías y la inmediata vocación de gobierno." (Iñigo Errejón, CTXT, 22/04/17)
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