"Por primera vez en un país, Finlandia, se va a implantar la renta
básica incondicional. Bien es verdad que se realiza a título de prueba
durante dos años, afectando exclusivamente a 2.000 ciudadanos escogidos
aleatoriamente entre los parados y en una nación, de las más ricas de
Europa y con una población relativamente reducida.
Sus promotores
fundamentan la propuesta en los cambios tecnológicos que van a afectar a
la producción, robotizando muchas de las actividades en las que la mano
de obra no va a ser necesaria. Las maquinas sustituirán a los
trabajadores, con lo que las cifras de desempleo serán insostenibles, y
el Estado no tendrá más remedio que adoptar medidas para reducir los
niveles de pobreza.
La mecanización progresiva de la actividad económica presenta dos
fachadas, la eliminación de puestos de trabajo y el incremento de la
productividad. Son cara y cruz de la misma moneda. Es decir, que aun
cuando el número de asalariados sea menor la producción se incrementará,
y la renta per cápita también. (Ver mi artículo del pasado 8 de diciembre en este mismo medio).
El desempleo no es la consecuencia de una menor actividad o de una
disminución de recursos. Si hay algún problema, no es de producción sino
de distribución. Parece lógico por tanto que se quieran evitar las
consecuencias negativas de los adelantos tecnológicos mediante una
política redistributiva, de forma que lejos de haber ciudadanos
perjudicados todos sean beneficiados por el incremento de productividad y
el aumento de la riqueza.
Las razones, sí, son de justicia y de equidad, pero también de
estabilidad política. No se puede condenar a una porción importante (y
además creciente) de la población a la pobreza. Incluso hay una razón
más y esta de orden económico: si la renta se concentra en pocas manos,
se dañarán gravemente el consumo y la demanda, con lo que a medio plazo
serán la producción y la propia renta las que sufran, produciéndose un
colapso de la actividad económica.
En este sentido resultan consecuentes
los argumentos con los que se quiere defender la renta básica
universal.
Otra cuestión es si esta medida es la más idónea para conseguir el
objetivo perseguido o si, por el contrario, el camino mejor para
compensar la reducción de empleos que puede derivarse de la robotización
no es en primera instancia el reparto del trabajo existente, bien
reduciendo la jornada laboral bien la vida activa.
El problema desde
luego no es nuevo. Desde la Revolución Industrial hasta los años ochenta
del pasado siglo el incremento de la productividad ha permitido la
disminución del tiempo de trabajo, compensando así, al menos en parte,
la destrucción de puestos de trabajo que la mecanización de la actividad
productiva origina.
Es a partir de esta segunda fecha cuando el tiempo
dedicado al trabajo no solo no se ha reducido, sino que para una buena
parte de la población se ha incrementado. Incluso el único país que se
había atrevido a adentrarse por este camino, Francia, con la semana de
35 horas, está a punto de dar marcha atrás en el proceso iniciado.
Pero
la excepcionalidad de los últimos treinta años no se encuentra en la
falta de eficacia de esta medida en sí misma para evitar el desempleo,
sino que encuentra su explicación en la globalización y en la Unión
Europea, que estarán presentes y obstaculizarán con igual o más fuerza
cualquier otra fórmula (incluyendo la renta básica) encaminada a
disminuir la desigualdad.
Los apologetas de la renta básica, con una nomenclatura un tanto
confusa acerca del republicanismo y conceptos parecidos, recurren a una
realidad conocida desde hace bastante tiempo y sobre la que autores como
Fichte, Herman Heller o Karl Popper habían insistido ya. Que la
propiedad y la riqueza influyen sobre la libertad y la democracia, y que
para que estas subsistan se precisa de cierto grado de igualdad.
Sin
Estado social, el Estado de derecho y democrático devienen conceptos
vacíos y una farsa. Pero ello no quiere decir que haya que asumir la
renta básica, y mucho menos de índole incondicional y sustituta de todos
los otros mecanismos de solidaridad e igualdad.
El desarrollo doctrinal acerca del Estado social se ha perfeccionado
lo suficiente como para presentar un conjunto de elementos coherentes
que se complementan y forman un mapa completo de ayudas sociales (entre
las cuales la renta básica incondicional es un concepto ajeno): el
derecho al trabajo, que lleva implícito practicar una política de pleno
empleo; derecho a una vivienda digna; sanidad y educación pública; y el
derecho a recibir prestaciones económicas en todo tipo de contingencias
(seguro de desempleo, ilimitado en el tiempo, seguro de enfermedad, de
incapacidad laboral, en la vejez, ayuda familiar, etc.).
El objetivo principal es que todos los ciudadanos que lo deseen
cuenten con un puesto de trabajo digno y adecuadamente remunerado, y
solo cuando de forma excepcional la sociedad no pueda garantizar a un
ciudadano un empleo o cuando alguna contingencia (enfermedad, accidente
laboral, vejez) le impidan desarrollarlo, el Estado deberá dotarle de
una prestación económica que le permita mantenerse durante el tiempo que
dure la situación excepcional y le impida caer en la indigencia y en la
exclusión social.
Toda ayuda debe ser condicionada y obedecer a un
motivo concreto; de lo contrario, no se sabrá si los recursos se gastan
adecuadamente.
Lo que resulta difícil de entender es que el Estado tenga que
asegurar una renta de forma indiscriminada, y mucho menos si tal
prestación se hace compatible con un salario. En este último caso nos
estaríamos acercando al complemento salarial propuesto por Ciudadanos y
que en realidad constituye una ayuda no a los trabajadores sino a los
empresarios.
Lo lógico es que el Estado reconozca la prestación solo
cuando la sociedad no puede facilitar un empleo, y solo durante el
tiempo -pero todo el tiempo- que esta situación permanezca. Por otra
parte, la consecución de la idoneidad de los salarios debe fundamentarse
en una legislación laboral tuitiva y justa que, entre otras cosas,
otorgue a los sindicatos un papel significativo en la negociación
colectiva.
Se podrá objetar -y de hecho así lo hacen los defensores de la renta
básica- que la teoría del Estado social nunca se ha practicado
totalmente y de forma fiel en la práctica. Lo cual es cierto y mucho más
desde que el neoliberalismo se ha hecho hegemónico y ha impuesto la
globalización y los patrones de comportamiento económico que rigen en la
Unión Europea. Pero estos mismos condicionantes e impedimentos juegan
para cualquier fórmula de protección social que se quiera implementar.
Desde luego, las dificultades y los obstáculos existirán en mayor medida
para el establecimiento de la renta básica, a no ser que se trate de
países de las características de Finlandia y siempre que sustituya a
otra serie de prestaciones, de manera que no es fácil saber si se trata
de un avance social o, por el contrario, de un retroceso.
Es
significativo que sea un gobierno de derechas el que haya decidido poner
a prueba en Finlandia la renta básica y, por lo que hasta ahora se
conoce, con características que presentan muchas dudas sobre la
progresividad de la medida.
El Gobierno finlandés, y en realidad todos los partidarios de la
renta básica incondicional, insisten en el ahorro de gastos burocráticos
que representaría. Subyace en estos planteamientos una cierta
desconfianza hacia el Estado y la ambición de establecer en la
protección social un cierto automatismo, similar al que ha aplicado el
neoliberalismo a la política monetaria.
Prescindir de la vigilancia y
supervisión del Estado es perder el control de la adecuación y justicia
de las prestaciones y dejar el campo libre a la casualidad o, lo que es
peor a la arbitrariedad, y a los buscadores de rentas fáciles.
Los apologistas de la renta básica han insistido en el hecho de que
su implantación es viable económicamente. Estoy de acuerdo. Otra cosa es
que lo sea social y políticamente. Es viable económicamente siempre que
se obtengan nuevos recursos a través de una reforma fiscal,
especialmente en el impuesto sobre la renta, y siempre también que
sustituya a otras prestaciones sociales.
Surgen entonces una pregunta:
¿Cuál es el coste de oportunidad? ¿Si realmente contásemos con todos
esos recursos no sería posible establecer una red de asistencia social
más eficaz y justa que la renta básica?
La respuesta a la robotización de la actividad productiva no puede
ser la de un mundo en el que unos pocos trabajen y el resto de la
población se encuentre subsidiada por el Estado. No sería ni justo ni
posible.
Tendría que ser la de un mundo en el que mediante la reducción
generalizada del tiempo de trabajo, derivada del incremento de la
productividad, se consiguiese el pleno empleo, al que de ningún modo se
debería renunciar." (Juan Francisco Martín Seco, República.com, 05/01/17)
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